Hoy tocaba visita al dentista. Así escrito parece como si fuese una visita al museo, al cine o al zoo. Cualquier otro tipo de visita médica mola más que permanecer recostado en una butaca del espacio, con la boca abierta durante un buen rato, sin mover la lengua por lo que pueda pasar y salivando como si te hubiesen metido un trozo de bacalao salado en la boca.
—Abre la boca. Aprieta.
—Cierra la boca. Vuelve a apretar como si quisieras arrancarme un dedo.
Que no lo diga dos veces porque soy capaz de arrancárselo. ¡Y tanto que se lo arranco!
El ruidito de marras de la fresa que gira sin parar, el olor a chamuscado, la lengua que no para de moverse, la saliva que crece y se reproduce, son elementos indispensables en una visita al dentista.
¡Por dios! Con lo que ha avanzado la ciencia y siguen tocando los cojones con esas herramientas infernales que te sacan de quicio.
Menos mal que la operación ha durado muy poco. Lucas ya no sabía qué hacer con tantos dedos en el interior, aspiradora, fresa, espejo y por supuesto, saliva.
De aquí a dos semanas le han programado otra visita. Quizás menos dolorosa, pero tan llena de dedos como esta. Si Lucas no recuerda mal, tenía en la boca seis dedos del dentista y tres de la auxliar.
—Paren. Paren. Por favor. Basta ya.
—¿Esto qué es, una boca o un parking de dedos?
En la próxima visita al dentista toca limpieza con otros utensilios que, seguramente, serán igual de desagradables.
Todo sea por mantener una higiene bucal en toda regla.
¿Te imaginas hacer lo mismo con alguna parte del organismo, llena de pliegues en los que se deposita más polvo que otra cosa? Y digo polvo porque no creo que se pueda depositar muchas cosas más.
Mientras Lucas no va a la visita, está pensando pedir hora para hacerse un buen masaje. Hace tiempo que le chirrian los dientes y le comentaron que antes de colocarse una férula, igual le iría estupendamente un masaje relajante. Eso sí, fuera de la boca.