Veo, veo. ¿Qué ves? Una cosita. ¿Qué cosita es? Todos o casi todos, en algún momento de nuestra vida, hemos jugado al veo, veo. Cada cual, con su imaginación, se ha parado a observar las cosas más extrañas o las más fáciles para que su o sus concursantes, no les partiesen los morros en cuanto el preguntador les diera la respuesta.
Veo, veo. ¿Qué ves? Veo una cosita de color gris con manchas negras salteadas. Este era el diálogo de un hijo de cuatro años con su padre, joven, diría por su aspecto. El padre enseguida dio con la respuesta adecuada. —El suelo. Sí. Era el suelo por el que estaban caminando. Una calle muy concurrida que va desde una cuesta pronunciada a una plaza repleta de humanos que, sentados o parapetados en sus sillas metálicas, estaban tomando una bebida, un bocadillo o simplemente un aperitivo. Todo lo que sobra, cae al piso (al suelo), bien por la teoría de la gravedad o simplemente porque la gente es bastante gorrina.
¡Todo al suelo! Ya pasarán los de las luces naranjas, pensará más de uno…
El niño, con su manera inocente de interpretar el mundo, lo primero que vio fue esa inmensa superficie llena de manchas negras, resultado de chicles pegados que, con el sol, adquieren un color con dominante hacia el negro; la mancha de gasolina que deja el vehículo con más de quince años de antigüedad, con cistitis crónica; las patatas fritas que Carmen se estaba comiendo con tanta devoción y que, de repente, el cucurucho se decantó hacia el lado opuesto a la boca, con el consiguiente resultado de patatas a freír espárragos. Casi siempre se recogen con las suelas del resto de peatones que transitan por ahí. El resultado es más que evidente: un suelo gris lleno de manchas negras.
Haciendo un paralelismo, es lo mismo que cuando hay una torta en la carretera. Los vidrios rotos, resultado del impacto, se lo llevan, después, todos los conductores, en sus neumáticos.
Lucas no pudo escuchar la siguiente parte de la conversación. Estaba concentrado en desenganchar cinco chicles que cohabitaban encima de dos manchas de grasa que, por el aspecto que tenían, se parecía bastante al resto de patatas fritas que, en algún momento, debieron caerse desde algún cucurucho de papel de estraza, esos que los churreros, con un movimiento sublime, utilizan para meter las patatas recién sacadas del mismísimo infierno.