El año pasado, mi hermana me regaló una sartén wok con su tapa estupenda de cristal templado. Cada vez que la lavaba me venía a la mente el mismo pensamiento:
Mira que si se me escapa de las manos con el jabón…!
Nunca me pasó. Ni con guantes de lavar los platos, ni sin ellos. Ni cuando la guardaba.
Hoy, cuando la estaba recogiendo para meterla en el armario, no sé en qué puñetas estaba pensando que, de repente, ha tocado con el canto del mismo y con un simple tunxsh, ha explotado. Suerte que ningún trozo me ha alcanzado. La que se hubiera liado en la cocina. Una tapa de cuarenta centímetros de diámetro, entre lo que ocupa y lo que pesa, me hubiese hecho pupa.
Se acabó la tapa. A la porra.
Por suerte tengo recursos y ahora el wok no se quedará viudo de tapa. Hacían tan buena pareja. La he reemplazado por una indestructible tapa AMC, heredada de mi madre.
Ser de cristal tenía sus ventajas. Podías ver cómo se iban haciendo los alimentos. Hacía de campana facilitando enormemente la cocción. Así no tenías que estar levantando la tapa para investigar.
También tenía sus inconvenientes. Pesaba un montón. Ahora ya no. Ya está en el cielo de las piezas de cristal haciendo compañía a su prima pequeña, la tacita para poner berberechos, olivas o cualquier resto de comida que se guardaba en la nevera y que, por desgracia, pasó a mejor vida la semana pasada.
En casi diez días, dos piezas fundamentales se han ido a la basura. A este ritmo, en octubre tendré que hacer provisión de material nuevo. Ya explotaron de repente dos vasos y una botella no hace mucho. Suerte que la tapa de cristal la he sustituido por una metálica que no hay manera de que se rompa. Me estoy quedando sin ajuar…