Quedas con Inés el sábado por la tarde para dar un paseo por el otro pueblo. Hay mucho más ambiente en esta población que en la tuya, así que os decantáis por ir allí.
Al ser semi festivo, Inés valora la opción de agarrar el coche. Es más cómodo. Vas a tu aire y no te has de preocupar por los horarios de los trenes.
—Aparcaremos en el que está detrás del ambulatorio. Casi siempre encuentro un hueco. Te comenta con una sonrisa picarona en la cara.
—Vale. Tenemos margen hasta las cinco y cuarto de la tarde. Le respondes después de haber mirado la hora en el ticket.
No hay un rumbo preestablecido. Os dejáis llevar por vuestros pies.
Mientras camináis hacia el centro, le comentas que después de la consulta en el hospital de referencia que tuviste una semana antes, entraste en ese bar de bocatas. Salivando un poco, recuerdas el bocadillo de jamón de bellota, cortado a mano, que te comiste aquella mañana, acompañado de una cerveza Magna.
—¡Qué bueno que estaba el puto bocata! Le comentas mientras señalas con el dedo el aparador. En dos segundos te viene a la memoria cuando tu madre te decía que señalar con el dedo estaba feo. Que era caca. Que los niños educados no deberían hacerlo.
Inés, te dice que hay una tienda en la que venden de todo. Una especie de bazar chino, pero con muchísima más presencia. Todo muy bonito y bien iluminado.
La iluminación en una tienda tiene el valor del 80 % de la venta. Si entras en un comercio que se ilumina con bombillas de mierda, mal vamos.
Mientras Inés se pierde por las diferentes estancias, tus ojos se detienen directamente en la estantería de los relojes inteligentes o eso dicen… Chafardeas, miras y preguntas.
—¿Son independientes o se han de vincular con el móvil?
—No hace falta. Justo ese modelo que estás mirando, no hace falta.
Te medio convences y decides comprarlo. Total, solo cuesta 30 € y parece que hace un montón de cosas. De paso, te llevas a la caja, un aparato para hacer masajes.
Inés y la cajera te recuerdan que si no te gusta, tienes unos días para devolver la compra.
Tú, que eres un poco guais, les respondes que tranquilas. Que te mola lo que has comprado. Así que sales calzado de la tienda, con un reloj inteligente que te da un montón de información, incluso la hora y un aparato para hacer masajes.
Antes, mientras vuestros pies os trasladaban calle arriba, calle abajo, te diste cuenta de una cafetería que tenía muy buena pinta. Le abres la puerta a Inés. Entráis. Vuestra conversación es muy agradable, distendida y divertida, como todas las veces que os habéis encontrado. Inés te susurra que casi siempre que viene al pueblo entra en esa cafetería. ¡Y tú que pensabas que habías hecho un descubrimiento!
Al ser sábado, no puedes badar mucho porque trabajas por la noche. Inés te acompaña a casa y se despide de ti hasta el próximo día. Esa semana tenéis muchos fuegos que apagar, así que ya quedaréis en otro momento.
Solo en cuatro días, has cambiado el reloj inteligente dos veces porque parece ser que no es tan listo como creías. Si lo apagas y lo vuelves a poner en marcha, todo lo que habías programado se va a la porra. Así que, aprovechando que tenías visita en el hospital, te pasaste por el sitio de los bocatas y la tienda que parece un bazar chino, pero con más iluminación.
—Yo pensaba… —Yo creía… Le comentas a la dependienta. Y sin pensártelo dos veces, cambias ese reloj por otro que parece más sencillo. ¡¡¡Una mierda como un piano!!! Si no lo vinculas con móvil, no como el otro, este, ni siquiera lo puedes programar.
Total. Que el martes que viene, tvuelves a la tienda después de la visita al hospital. Contarás alguna que otra milonga de las tuyas y si aun no lo han vendido, igual lo cambias por el primero. Tienes tres opciones tan sencillas como inocentes: que te devuelvan la pasta y santas pastas, cambiarlo por el primero que compraste o canjearlo por unos auriculares inalámbricos que has visto en la web.
Ya veremos qué puñetas haces el próximo día cuando entres a la tienda y digas: «prometo que no volveré a entrar aquí», pero algo hace que entres y encima, compres.
Por cierto, el aparato de masajes hacía de todo menos relajación. ¡Por favor… Qué tortura!
El domingo que viene igual Lucas nos sorprende con alguna monserga. Ahora te dejo porque en breve me piro al trabajo.