La lluvia siempre es bienvenida. Ver cómo llueve creo que es una terapia que invita al trance, para relajar la mente y los pensamientos. La lluvia es vida, es limpieza, es orden.
Todo esto es muy bonito siempre y cuando pase alguna de estas cosas: que llueva para mojar y no para inundar, para refrescar y no para martirizar, incluso para renovar y no para destrozar.
La lluvia sin truenos ni relámpagos amigables no es lluvia. Los truenos salvajes con relámpagos atemorizantes no son bienvenidos con una lluvia plácida.
El equilibrio entre los tres, observados desde tu casa, a través de las ventanas, debajo de un porche o protegido en la terraza, son agradables de presenciar.
Un trueno lejano te avisa de que tarde o temprano lloverá. El trueno necesita del relámpago para saber qué camino ha de tomar.
La nube, cargada de agua hasta su borde, se aproxima siguiendo el camino que iluminó la luz azul del relámpago.
Empieza a chispear. Cuatro gruesas gotas nos caen sobre la cabeza. Veinte litros por metro cuadrado. Ochenta. Diluvia.
Un relámpago nos ilumina y avisa de que en breve pasarán cosas terribles. O tal vez no.
El trueno te cuenta una historia.
Desde casa, todo es menos terrible.
Cuando estás en el exterior y ocurre lo mismo, la mirada es diferente. Prestas más atención. Vigilas por donde caerá el próximo rayo. Esperemos que no sea encima.
La lluvia me hipnotiza. El sonido del trueno me apasiona y el espectáculo de los relámpagos me cautiva.
Eso sí, a través de la ventana de mi habitación.
No tengo paraguas.