Tallas sueltas

Imagínate esos cajones de un metro cúbico que puedes encontrar en el fondo de un pasillo, de cualquier gran superficie. Esos que contienen, principalmente, ropa o calzado.

Unas bragas, calcetines de dedos o incluso un paquete de garbanzos que se le cayó a la señora del moño cuando, de un codazo, desplazó al viejo de la chaqueta roñosa. Esos carteles descoloridos con mensajes que invitan a que te sumerjas en el cubículo hasta los hombros, para rescatar unos botines que te hacían gracia a ti y a siete personas más.

Una chaqueta a la que probablemente le falte un botón o tenga tres puntos deshilachados, tres botas de montaña con un verde diferente, un paraguas que nadie sabe cómo llegó allí y ya no te cuento lo del paquete de garbanzos…

Parecido a esos cajones, es lo que Lucas encontró la semana pasada en los almacenes de su empresa. Fernando, su jefe, le pidió si podía bajar y localizar tres pantalones de la talla 46, dos polos de manga corta, tallas L, M y XL y unas botas de agua del número 42 para el operario del lavadero.

—Si puede ser, no te entretengas mucho porque tenemos bastante lío esta noche. —Le comentó Fernando.

Dos meses atrás, ya le habían avisado de lo que se podría encontrar allí abajo, en las catacumbas. De todo un poco. El almacén del material EPI se parece más a una pecera del departamento de disección de un hospital, en el que encuentras de todo y de nada, que a un almacén bien organizado, propio de una gran empresa de servicios.

—Orden. Solo quiero un poco de orden. —Mascullaba Lucas mientras se hacía un hueco entre los capazos, las escobas y cuatro extintores para llegar hasta las cajas.

Cajas abiertas, reventadas, bolsas con polos o pantalones de diferentes tallas, aparecían en cualquier lugar menos donde deberían estar.

—¡Qué fácil sería ordenar las prendas por estación del año, tallas e incluso por colores! —Volvía a musitar para sus adentros. ¿Tanto costaría, coño?

Una hora estuvo el muchacho buscando las prendas de los huevos. Y al final, no encontró más que un polo que estaba en una caja de pantalones, un pantalón que encontró en una caja de extintores y una bota, no dos, una sola. —Y la otra, ¿dónde coño estará? —Gritó con desesperación.

Entre subidas y bajadas del despacho al almacén, se cruzó con el operario del lavadero. Le preguntó si era de vital importancia que le localizase un par de botas y el cliners le respondió que con una ya hacía. Que en la otra se le metió un pulpo y no había forma de sacarlo. Así que con una bota tendría suficiente.

—Por casualidad, he encontrado una sola bota en la caja de los palos de escoba. Es un 42. ¿Te sirve?
—Es mi número, —respondió Basilio, el «cliners», como le apodan en el trabajo.
—Perfecto, —subrayó Lucas.

Después de revolver cada una de las cajas, las secas y las mojadas, encontró algo de material. Subió al despacho y desplegó las prendas para que se secaran un poco. Había llovido de lo lindo y aunque es verano, ponerse algo mojado no mola.

Agarró su rotulador permanente de punta extra gorda y en cada paquete escribió, con letras mayúsculas: PARA PEPITO, PARA MÓNICA y esta bota PARA EL CLINERS.

Fernando, sorprendido por lo rápido que fue en la búsqueda del material, le insinuó que a partir de ahora será el encargado de la ropa.

—Veo que tienes mucha más paciencia que yo. —Le comentó el jefe.
—¡Paciencia!, insinuó Lucas. —Una mierda como una olla. —Gritó.

Esto de las rimas no es lo suyo.

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