Doscientos centímetros de historia en sus manos

No todo el mundo es pulido, limpio, ordenado, curioso, buen vecino, ni tan siquiera buen ciudadano. No es extensible a todos, por suerte. Hay una gran mayoría que se preocupa por tener limpia su casa, sus cercanías. Se preocupan por lo suyo, pero otros no hacen lo mismo.

En la calle encuentras tantas cosas que, si quisieras, podrías amueblar tu casa. Trastos tirados, arrinconados, apoyados, normalmente, al lado de un área de contenedores. Es como ir al Rastro o a los Encantes de proximidad. Puedes encontrar objetos irremplazables, inauditos, esperpénticos o nuevos a estrenar que, por alguna santa razón, al comprador o compradora, no le acabó de hacer el peso y lo menos doloroso para su conciencia es dejarlo abandonado al lado del contenedor de cartón o, en su defecto, apoyado en la pared de detrás en plan «disimuleitor».

Hasta hace un par de semanas, Lucas se había llegado a encontrar, en diferentes días, una televisión de plasma de 75 pulgadas, una maceta con un Bonsái, un juego de paellas Monix, casi nuevas, tres cajas de leche de la que dan en los economatos sociales, unos esquís Rossignol de dos metros de largo, una nevera combi un poco magullada, una suegra abandonada…

En cuanto rescató los esquís y los metió en la camioneta que utiliza para recoger todo tipo de artilugios, le vino a la memoria como un flashback…

…aquella época pasada en la que esquiabas con dos metros en los pies. Aquellas tablas que no se acababan aquí, sino allí, en la punta. Una punta lejana con la que te peleabas para que girase donde tú quería y no dónde a los esquís les daba la gana.

¡Qué tiempos aquellos! Hace más de cuarenta y cinco años, los «expertos» esquiadores, calzaban unas tablas laaarguísimas. Era la época de la godille, de la vuelta Maria, del chus, del wedeln, de las boinas de lana y las gafas de montaña, de los pantalones de mallas pegados a las piernas, de los palos extralargos, de los anoraks discretos, de las botas de caña corta, de los descansos Moon Boots. Era una época en la que te podías encontrar espesores de dos o tres metros de nieve. Así que, si te enterrabas por una hostia bien dada y caías en vertical, con los dos metros de tus esquís, podían llegar a encontrarte sin problemas. De las subidas a las estaciones en tren o en colectivo. De las colas en los remontes por las que pasaba una especie de revisor y te taladraba el ticket —sí, has leído bien, el ticket y no un forfait electrónico como ahora—. De los rosetones y Chirucas atadas con cuerdas en esquís más prehistóricos, tal vez de los años veinte.

Todos esos pensamientos, esas imágenes antiguas, le vinieron a la mente con solo tocar los Rossignol. No quiero imaginar qué imágenes y recuerdos le hubiesen pasado por su máquina de pensar si, en vez de unos esquís, se hubiera encontrado el Orgasmatrón de la película de Woody Allen de 1973, «el Dormilón».

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