En casa de tus padres, cuando ibas al baño, cerrabas la puerta. No era por vergüenza. Más bien por disfrutar un poco de intimidad. No hacía falta que el resto de los convivientes supieran qué te llevabas entre manos. De esta manera te ahorrabas dar explicaciones.
Hace más de diez años que no las puedes cerrar. La puerta abierta se ha convertido en un estándar. Si vas un momento a la galería para que se ventile la cocina, recuerda dejar la puerta abierta. Si no lo haces, en menos de tres segundos tendrás a uno de tus gatos rascándola avisándote que está ahí para vigilar tus movimientos.
Si en alguna ocasión tienes la posibilidad de «dormir» con alguien, te apuesto cien pavos a que, en menos de cinco segundos, tendrás al gato, no solo rascando la puerta por si la encuentra cerrada, sino que es más que probable que se suba a la cama únicamente para controlar qué está pasando.
Entre la sala y el recibidor hay dos puertas con cristal para que la luz entre hasta el fondo. Cuando vuelves de trabajar por la noche, te encuentras cuatro orejas con el hocico pegado al cristal, esperando a que les abras la puerta. Te saludan durante siete segundos, dan media vuelta y se vuelven a la cama. Deben pensar: —Ya vendrás cuando te dé la gana. Es tu momento «Zen». Te cambias de ropa y sin hacer demasiado ruido, te paseas por la casa para comprobar que todas las puertas estén abiertas.
Lo de ir al baño y cerrar la puerta se ha convertido en un recuerdo lejano, en una escena de ciencia ficción. Esa imagen es tan irreal como una alucinación. La puerta debe permanecer abierta, hagas lo que hagas. Tus gatos deben estar presentes siempre. Es su forma de decirte que están allí para vigilar que ninguna presa, mayor que tú, te ataque por sorpresa. Ellos vigilan, a la vez que juegan con todo lo que sea. No te dejarán en paz aunque les digas que se marchen. No lo harán.
Solo hay una puerta que permanece cerrada la mayor parte del día. La de la terraza. Si la dejas abierta demasiado tiempo, aparte del polvo, entra frío o calor dependiendo de la época del año. Si está cerrada, tus gatos te recordarán a cada momento que debes abrirla para que ellos y sus bigotes salgan a tomar el fresco o a mirar quién pasa por la calle. Eso sí, solo permanecerán afuera el tiempo justo para que te vuelvas a sentar frente al ordenata. Son unos cabroncetes. Deben tener un detector que les avisa cuándo tomas asiento. Justo entonces te los vuelves a encontrar en la sala.
Es mejor dejar la puerta abierta. Así no tendrás que levantarte cuatrocientas veces. Y si pasas frío, te recomiendo que te pongas unos calcetines gruesos y una buena bufanda.