Aunque uno no lo sea, hacer de psicólogo para ayudar a personas vulnerables, es muy enriquecedor. Permaneces frente a ellas sin hacer nada. Solo escuchas. No pides nada. Simplemente estás. Sigues con atención su conversación. De vez en cuando les das tu opinión. No das consejos. No impones nada.
Escucharles es su recompensa. En ese momento, solo en un instante, se empoderan. Después, cuando vuelvan a su realidad, ya tendrán tiempo de desinflarse como un globo pinchado, pero mientras estás atento a sus plegarias, se sienten un poco más seguras.
Juan y Leonor son normales. No tienen una relación directa con las terapias psicológicas ni con los psiquiatras, pero les encanta ayudar a personas con problemas. Humanos que creen que han tocado fondo y que no pueden ir más abajo.
Juan y Leonor son muy empáticos, con gran capacidad de atención. Si pudiesen, montarían un gabinete de ayuda emocional para echarle un cable a los más indefensos, a los más delicados, a los más rotos.
Cada uno, desde su posición, desde el lugar en el que se encuentran, procuran ayudar al más desesperado. No lo sacan del pozo. Simplemente, le muestran el camino para que puedan volver a resurgir; sentirse seguros con los nuevos movimientos, con los nuevos escenarios.
No son magos. No tienen una barita mágica que haga desaparecer los dolores del alma. Tan solo se dedican a observar con calma y aplomo porque es posible que, en algún momento, descubran por donde entra ese rayo de luz que pueda iluminar el camino de sus «desesperados».
Juan y Leonor seguirán estando ahí para ayudar a las personas que necesiten una oreja que les escuche.