Prisioneros de nuestro pasado. De nuestras actuaciones. De nuestro entorno.
Prisioneros con la posibilidad de dormir en casa, pero sin atrevernos a huir por las represalias que, en el fondo, eran nuestras. Las represalias las generamos en su día, para engañarnos. Para no hacer nada.
Creímos que no huyendo éramos mejores prisioneros, pero no interiorizamos que no era una condena de cadena perpetua.
Construimos con aquellas relaciones, una cárcel sin barrotes, pero con unos muros casi inexpugnables.
En todo ese tiempo, no se nos ocurrió pensar que también los muros se podían partir en dos, o en tres. Dependía únicamente de la fuerza con que golpeáramos.
No pensamos en ningún momento golpear tan fuerte como para romper las cadenas que nos ataban a nuestros vigilantes. Hicimos como el elefante que, desde pequeño, permanece atado a un palito y considera que no se puede escapar.
¿Qué hubiera sido de nuestros huesos si nos hubiésemos desatado del palito?
¿Cuántas oportunidades pasaron por delante de nuestros ojos?
Éramos prisioneros de nosotros mismos. En nuestra cárcel no había restos de barrotes ni cadenas que atraparan nuestras almas.
Debimos partirlas, arrancarlas, hace una eternidad.
Aunque el tiempo pasa volando, ahora ya es otra época. Ya no hay cadenas ni barrotes. Y si las hay, sabemos que se pueden romper en un instante y no pasa nada.