El cinco de noviembre de dos mil veinte /5-11-2020/, para ser más exacto, un domingo de relax, con zapatillas incluidas, empezó esta romería que, finalmente, ha acabado hoy.
Es decir, toda esta movida ha durado nada menos que nueve meses. Igual que un parto.
Espera, que me parto. Igual que una cesárea.
Todo este rollo empezó porque, en la declaración de la renta del dos mil diecinueve /2019/, dos o tres maravillosos clientes se olvidaron de presentar el certificado de retenciones y parte del equipo super cachondo de #haciendasomostodos, le dio por quererme mucho durante todo este tiempo.
Constantemente, me enviaban cartas de amor.
Que si: va, cuelga tu primero. Que si: venga, hazme caso, cariñín. Que si: pues, ahora no te ajunto y ya verás. Esta me la pagas…
Y se la pagas…
Después de nueve largos meses, por fin, he pagado lo que ya quería liquidar hace tiempo, pero les encanta que les vayas detrás.
Uno, que no tiene más ingresos que los que tiene… —Wala, qué frase más profunda—, se ha de espabilar pagando aquí y allí, aunque este aquí o allí lo podría resumir en un allí, directamente. En las arcas de los orcos del estado.
Por fin, esta pesadilla que empezó en otoño pasado, ha quedado liquidada esta semana de caluroso verano del veintiuno /21/.
Ahora sólo queda por pagar el IVA del segundo trimestre que, por suerte, y porque parece ser que me siguen queriendo (en el fondo son unos sentimentales), lo hemos podido fraccionar.
Así este verano, me podré tocar el _ _ _ con las dos manos, con tranquilidad y las zapatilla puestas. En este caso, las chanclas abiertas.
A partir de septiembre otro gallo cantará y no será el de la misa de él mismo.