Me sorprende que haya gente que siga comprando casas, apartamentos o chalets, que aún tienen los contenedores de obra, los andamios o incluso los aseos portátiles por retirar. Y lo más sorprendente es que aún tengan precintadas algunas puertas del edificio.
En el pueblo en el que vivo, a la que te descuidas un poco, donde antes había una casita de una o dos plantas, buena vista, con jardín y una ubicación estupenda, de repente te encuentras las excavadoras, los volquetes que recogen las «runas» y un equipo de operarios, sacando de una furgoneta, con una carga casi infinita, todos los tubos, bridas y tornillos, para montar esas grúas que indican que próximamente te van a plantar un edificio de cuatro o cinco plantas, en el mejor de los casos.
Si hay intereses con el concejal o regidor de turno, el número de plantas se puede duplicar sin que se despeinen lo más mínimo.
La cuestión es seguir construyendo. Como si no hubiéramos tenido suficiente con la burbuja inmobiliaria.
Dentro de poco pasará como en aquella película tan famosa: Blade Runner, en la que lo único que se podía ver era edificios altos, ambiente grisáceo por la falta de árboles, cemento y más cemento. Una lluvia constante y una sensación de oscuridad permanente.
Ese paisaje tan horroroso ya se puede ver en Shanghái, Hong-Kong o en esas mega ciudades en las que solo hay rascacielos amontonados.
Recuerdo una peli deliciosa a la vez que monstruosa: Wall·E. En un mundo en el que ya no quedaba nada por explotar, lleno de basura y ruinas, un robot se dedicaba a amontonar y reciclar toda la «mierda» que, previamente, había dejado el ser humano. Hermosa película con un mensaje poco esperanzador.
Volvamos a mi pueblo.
El domingo por la noche, cuando me iba caminando para casa, me llamó la atención tanta luz en aquella zona en la que, ni cuatro días antes (metafóricamente hablando) solo había oscuridad y silencio. Pero un silencio apacible.
Los nuevos inquilinos del bloque seguro que no han tenido tiempo de abrir todas las cajas de las mudanzas y sin embargo ya se han instalado.
Desde el banco de madera que está justo delante de sus ventanas (que es la parada del bus de línea), puedes pasarte unas horas contemplando cómo empiezan a ocupar los armarios empotrados; cómo deambulan por las habitaciones sin ningún tipo de protección visual como podrían ser unas simples cortinas.
Me los imagino sacando con una cuchilla los precintos de las ventanas, de los armarios de la cocina, de las puertas correderas y de los ascensores que les suben hasta sus casas.
No sé cómo entrarán en el aparcamiento. Desde el banco de madera se ve cómo cuelgan los tubos de corrugado del techo que todavía está por acabar.
Cuando tenga otra ocasión y pase por delante del banco de madera, miraré si está libre para observar si aún queda algún precinto por retirar.