Por cero minutos

Lucas llegó a la ciudad con más de 45 minutos de antelación. Tenía una reunión a las 12 del mediodía y no quería llegar justo. De esta forma, le daría tiempo para entrar un momento en el Fnac y mirarse una mochila pequeña. La bolsa en la que llevaba el libro y el abanico que había traído de casa era una auténtica pesadilla.

—Estas se ven muy de crío. —Le comentó al dependiente—.
—¡Ostras! Esta me mola, —dijo para sí—.
—Me la llevo.

El dependiente le preguntó dos veces si estaba seguro y Lucas, sin darse cuenta de la indirecta, le dijo que sí dos veces más.

—Serán 49,99 €. ¿Pagará en efectivo o con tarjeta?

Por no quedar mal ni hacer el «panoli», dijo que pagaría con la tarjeta.

Al salir de la tienda, pensó que había pagado un precio muy alto por una simple mochila, pero, un día es un día.

—Será por los royalties de la guerra de las galaxias, ¡coño!

La reunión por cuál bajó a la capital fue todo un éxito. Los dos invitados quedaron muy satisfechos con las conversaciones y emplazaron un tercer encuentro para más adelante.

Antes de regresar a casa, consultó el reloj. Creyó que era buena hora para tomar un refrigerio, así no iría en el tren con la barriga vacía.

No recordaba exactamente dónde se encontraba aquella panadería fundada en 1925, en la que hacían unos bocadillos de muerte.

—Si tienes mucha hambre, te recomiendo este de aquí. Es un bocadillo vegetal. Lleva pollo y…
—Qué risa Mariafelisa —respondía Lucas.
—¿Acaso este pollo era vegano?
—Es que mi jefe, a todos los bocadillos que llevan un poco de lechuga, los bautiza como vegetales.
—Vale, me has convencido. Debe ser un pollo que se crió entre zanahorias. ¡Quién sabe!

Pan de chapata con pollo, tomate, lechuga y algún ingrediente que no supo distinguir… ¡Ah, sí!, mayonesa muy muy suave, un zumo de naranja recién exprimido y para beber un Vichy.

—Son ocho euros. ¿Tarjeta o efectivo?

Lucas tomó otra vez el metro hasta la parada que enlazaba con el tren. Eran las 14:22 h. Los paneles de información anunciaban la salida inmediata para dentro de cero minutos. Como es de suponer, el tren se fue y él se quedó con cara de acelga los próximos treinta y cinco minutos, pasando un calor de la muerte y mirando, de vez en cuando, el panel indicador de los trenes.

A la hora en punto llegó el siguiente. Tuvo suerte de sentarse. Sacó de su flamante y nueva mochila el libro que está leyendo estos días y en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba otra vez en su pueblo.

Este libro le apasiona tanto que se desconecta del mundo.

La cuesta hasta su casa, como ya apunté en otra ocasión, es muy costosa, más si hace un calor del demonio.

Otro día consultará las horas de salida para no perder tanto tiempo deambulando por los pasillos subterráneos de enlace.

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