Maneras de comerse una pizza en la calle

Como ya sabes, Lucas es un gran aficionado a observar el mundo. Ayer, mientras daba vueltas por la ciudad, le dio por fijarse en la gente que come pizza en la calle.

Si las pudiera clasificar por las maneras de comérsela, diría que hay tantas como manías o costumbres tengan los humanos que las van a ingerir.

La primera persona que observó era una mujer, cuarenta y tantos, blusa y pantalones, cree que llevaba calzado abierto; no se fijó bien. Con el calor que está haciendo últimamente, no me extrañaría en absoluto. Más de un humano irá descalzo por ahí y muy ligero de ropa.

Era un triángulo gigante apoyado en un cartón pequeño. Ya me imagino la conversación en la cocina: —¿Qué cartón le pongo a esta porción tan grande? Agarra cualquiera de esos. Total, lo va a tirar en cuanto se zampe la porción—. Los ingredientes son irrelevantes. En lo que se fijó Lucas fue en la forma de cogerla, cómo se la llevaba a la boca y cómo vigilaba para no mancharse el vestuario. Se acercó la pizza a la boca con el cartón debajo, todo lo que pudo, para no mancharse los pantalones blancos.

La empezó por detrás, por ese neumático que está relleno de queso fundido. Cuatro bocados y aunque no se lo había tragado aún, volvió a abrir la boca, cerró los ojos y se metió otro pedazo bien gordo, el equivalente a dos cucharadas soperas, en el carrillo izquierdo. El derecho lo tenía ocupado. No vio ninguna botella alrededor.

La miró, le sonrió y siguió su camino. Ella le devolvió el saludo y siguió comiendo por la parte neumática.

Circulando con el vehículo eléctrico por una calle más ancha, vio a dos tipos salir de una pizzería pequeñita que, normalmente, está abarrotada de gente.

Se le antojó imaginarse la conversación de los clientes con la pizzera. —Tres trozos de pizza con piña y mango, dos vegetales y aquellas seis de allí…—, —señalando con el dedo índice, tres porciones dobles que se encontraban a su derecha—. —¿Son para llevar o comer aquí?, —preguntó la pizzera—. —Para llevar, —respondió uno de los clientes—.

Diez minutos más tarde, se los encontró comiendo en una plaza muy cerca del ayuntamiento. Lucas, por las porciones que pidieron, supuso que se trataba de un grupo, pero se llevó una sorpresa cuando solo contó dos tipos, diría que del Norte, vascos, tal vez, grandotes, que devoraban los trozos como si no hubiese un mañana. Para hacer bajar por el gaznate tanto alimento, observó dos jarras de cerveza que, por el aspecto, diría que estaban a temperatura ambiente. No había condensación.

Dos tipos fornidos, abriendo la boca como si fuesen dos pajarillos que esperan a que su madre les traiga los gusanos. Pequeños mordiscos, desde la punta, en dirección a la pinza que hacían con el pulgar y el índice. Agarraban las porciones como si fueran abanicos.

Del aceite que desprendía la que parecía ser de sobrasada, los labios parecían pintados con brillantina. Los potentes faros del vehículo eléctrico reflejaban destellos en los labios de los «nórdicos».

En un momento de su ruta, bajó del vehículo para revisar unas bolsas que estaban escondidas detrás de un biombo. Miró a un lado y al otro de la calle por si aparecía algún descerebrado montado en un patinete eléctrico. No vio a nadie y cruzó. Justo cuando se encontraba a la altura de la puerta de una pizzería que hay en esa calle, tuvo que dejar paso a una mujer joven, de unos veintitantos, que se parapetaba detrás de nueve cajas de pizzas, puestas una encima de otra, como si fuese un muro donde esconderse. Es probable que se tratara de una fiesta de cumpleaños o un banquete o que la muchacha fuese pariente de los dos «nórdicos».

¿Nueve cajas de las grandes? ¡Qué pasote!

Una familia de extranjeros, por el acento podría tratarse de holandeses (como si Lucas supiese idiomas para distinguir el holandés del inglés o el turco del francés), montaron un pícnic en un banco de sentarse —lo indico así porque hay algunos que preguntarían ¿en un banco de dinero o de sentarse?—

Mantel de cuadros rojos y blancos, como cuando solíamos ir con mis padres a la montaña. Cesta de mimbre con doble compartimento. Las cucharas, los tenedores y los cuchillos, sujetos con gomas elásticas en la tapa izquierda. Los vasitos de plástico de colores, metidos en unas bolsitas parecidas al marsupio del canguro. Los platos llanos y hondos, metidos en la caja principal de la cesta y protegidos con unas espumas que, a la vez, hacen de cojines para no clavarse las piedras en el culo. Qué buena idea. Lucas y yo nos quedamos con esa gran idea.

Quizás te preguntes cómo, de un vistazo, Lucas tuvo tiempo de ver todo lo que había en la cesta. Te diré un secreto: no lo vio. Lo imaginó, de hecho. Pero, ¿a qué mola?

Lo que es cierto es el despliegue de color que hizo esta familia en los bancos de sentarse. Mujeres adultas, dos; una anciana, diría que de setenta a la muerte, cinco críos en edad escalable, de cuatro a trece años, tal vez y había colocado otro juego de cubertería: plato plano, vasito de color naranja, tenedor y cuchillo, pero no vio quien se sentaría allí.

Sentarse es una forma de hablar, claro, porque usar un banco de sentarse como mesa y toda la familia en el suelo, con las espumas como cojines, es como ver el mundo del revés.

¡Ostras! La muchacha de las nueve cajas acaba de llegar al punto de encuentro. Es la que traía la ingesta.

¡¡¡Smakelijk eten, familie!!!

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