Estuviste a punto de conocer a alguien. Estabas convencido de que no era lo que esperabas. Nos inventamos excusas curiosas para no enfrentarnos a esos temores absurdos. La distancia, los horarios, el físico, el peinado, etc., no son motivos esenciales para, ni tan siquiera, dar aquella oportunidad que uno se pueda merecer. Quizás no era el momento más idóneo.
Esa vocecita interior te repite, con un tempo acompasado a tu respiración, que no lo intentes. No toca. Tal vez en otra vida tengas más oportunidades.
No estás preparado para iniciar una nueva ruta. No llevas encima la brújula, la cantimplora, algunos víveres para el camino. No se te ocurrió pensar que, al o mejor, no hace falta. Se puede caminar sin tanta carga.
Desde el otro lado te aconsejaron no tirar la toalla antes de tiempo. Tu subconsciente llevaba tiempo advirtiéndotelo a gritos. No lo hagas, no lo intentes. Por una vez, no le gires la cara.
Tu curiosidad pudo más. Lo probaste. Perdiste tiempo y energía. Sabías perfectamente que no te llevaría a ningún lugar. Era mejor quedarse como estabas. En un instante se desvaneció la magia, la posibilidad, la sorpresa. No quería comprometerse. Tú, tampoco.
No eran motivos de peso, pero os agarrasteis a esas evasivas sin sentido. No hay término medio; una zona neutral en la que poder negociar. No vale la pena.