—¡Si tienes huevos, eso mismo díselo a un calvo o a una calva!
¿Se localiza igual la calva del calvo que la calva de la calva? Si tienes algo de pelo o pelusa, la calva deja de ser calva y no me refiero a la calva del calvo ni a la calva de la calva.
—¿Con cuántas calvas te has cruzado en tu vida?, —le preguntaba el entrevistador del programa «Preguntas del inframundo» a Lucas, con cara de no entender por qué se le tensaba la yugular—.
—No estoy muy seguro de haber entendido tu pregunta. ¿De qué calva me hablas, de la mujer calva o de la calva de las calvas? Si te refieres a una mujer calva diría que con cuatro, a lo sumo cinco. Desde que tengo uso de razón, que de eso no hace tanto, diría que me habré cruzado con cuatro o cinco calvas. —Respondió Lucas mientras se rascaba la oreja—.
Se supone que el ser humano tiene una antigüedad de dos coma cinco millones de años, escrito de forma literal. Una risa, si lo comparamos con la edad de la Tierra o la de Jordi Hurtado. Dependerá, en todo momento, del lugar que ocupe el pensador en la línea de tiempo.
De todas formas, no todos se dedican a hacer este tipo de comparaciones. Mi vecino del cuarto, por ejemplo, lo único que hace es sacar a pasear a su pájaro, metido en una jaula que, para más recochineo, va enfundada. Así que el pobre alado no puede disfrutar de lo que se cuece a su alrededor, a no ser que entren en una Rosticería. Allí sí que puede hacerse una idea de lo que pasa, pero es mejor aplicarse el refrán «ojos que no ven, corazón que no siente».
Últimamente, Lucas tiene menos memoria que los primeros ordenadores de la historia, y no me refiero a nuestras madres, que lo ordenaban todo en un periquete y sin gastar ni una pizca de electricidad. Me refería a los ordenadores gigantes que ocupaban centenares de metros cuadrados y que solo hacían sumas y restas.
—¡Tanto rollo con los mega ordenadores, para esas mierdas de cálculos!
Piensa que gracias a esos mega ordenadores que, según tú, hacían una mierda de cálculos, ahora puedes escribir mensajes multimierda, enviarlos a la Luna mientras escuchas una canción en el Spotify y atender una llamada entrante de tu madre cuando te pregunta cómo enviarle un mensaje a Juan, que salió a la calle con su pájaro y aún no ha regresado.
Además, ese artilugio que llevas, normalmente, en la mano o, en su defecto, en el bolsillo de atrás, tiene más potencia que todos los ordenadores de los años noventa juntos. Así que no te quejes tanto, ¡mamón!
La cabeza de muchos humanos no solo es para llevar pelo. Dicen las malas lenguas que debajo de la mata de pelo y de la piel, incluso debajo de los huesos del cráneo, existe una masa de un material extraño que es multitasking. No te flipes. No funciona igual para todos.
Esa masa, que en algunas latitudes la llaman cerebro, celebro, masa pensante, seso, corcho, tocho, encéfalo, sesera, etc., es la que está justo debajo de la calva del calvo o de la calva.
Desde que a Irene Montero le dio por separar los géneros, los posts duran más porque se ha de escribir con propiedad (y no obligatoriamente intelectual).
A Lucas, en estos últimos meses, se le va bastante la castaña, celebro, seso, como quieras nombrarlo. La cuestión es que se apunta una cosa para no olvidarse y después no recuerda ni dónde lo apuntó o dónde dejó la puta nota.
Si lo escribe en código, ejemplo: Aqdte de Rcoj oli, es muy probable que no sepa de qué va esta nota. Sin ir más lejos, el miércoles por la noche le compró a su compañero dos bidones de cinco litros y después no se acordó de recogerlos, teniendo en cuenta que el despacho en el que estaban expuestos, es un lugar de mucho tránsito.
Esta mañana se acordó, de golpe, de enviar un mensaje al jefe de operaciones para comunicarle que ayer se dejó los bidones a la vista. —Tranquilo, está todo controlado. —le envió vía whats esta mañana, «the boss»—.
No sé dónde tengo nada. No recuerdo si había tirado o no de la cadena.
Mientras siga pensando, leyendo, tocando, hablando en voz alta, solo o acompañado, la masa encefálica —mira tú, otro nombre…— le funcionará a las mil maravillas. No tiremos muchos cohetes; si le funciona a las quinientas maravillas, ya se puede dar con un canto en los dientes.