Tener mascotas en tu vida es francamente fantástico. Por casa, de una forma u otra, siempre hemos tenido algún animal que, bien mirado, es menos animal que nosotros.
Una mascota en formato perro o gato, incluso pajarito o hámster, para las casas pequeñas o pisos de ciudad y para los más suertudos, esos que tienen casas de campo con terreno, caballos, mas perros y gatos, o también serpientes (éstas no tienen pelo, por cierto). Criaturas agradecidas, que siempre están ahí, esperando o reptando.
Con las serpientes tengo mis dudas, pero hay gente que las tienen como mascotas. Se les debe un respeto.
Tengo dos gatos. Nene y nena. Los tres eunucos. El nene heredado de una separación y la nena, recomendada por prescripción médica.
Mi casa es el lugar ideal para criar pelos. Pelos hay en todas partes de la casa y eso que la limpieza es un deporte que practico bastante a menudo. Y te lo digo con pelos y señales. Señales, las que me dejan mis gatos cuando jugamos. No tienen medida de sus afiladas uñas y de vez en cuando me hacen un siete en la piel.
Cuando no están fabricando pelos para que su dueño, o sea yo, tenga que recogerlos, se dedican a perseguirse por la casa. Saltan por aquí y por allá sin pararse a pensar, por un momento, si me los voy a encontrar de cara cuando transito por el pasillo.
En ocasiones y sobre todo, los fines de semana, cuando les da la real gana, se suben encima mío y a cuatro patas me hacen un masaje fantástico. Relajante. Rítmico. Parece que se ponen de acuerdo para realizar sus movimientos sincrónicos.
Eso sí. El nene es más bruto y sus masajes son más intensos. La nena es como una princesita tomando té con pastas a las cinco de la tarde. De una dulzura y suavidad, que ya le gustaría a más de una.