Seguramente, tardaré un poco en ver tantas luces nocturnas como la vez anterior. Nos encontrábamos en el zenit del verano y por ese motivo había mucha más afluencia de luces. Los pescadores habían salido a faenar a la misma hora. Los cruceros se amontonaban en el horizonte, coincidiendo en calendario y ruta. Más cerca, en la misma orilla, pegadas a las rocas, tintineaban las lamparitas que, enganchadas en las puntas de las cañas, desprendían pequeños rayos de luz, alumbrando, quizás, los escasos dos metros a su alrededor.
Tardaré, por lo menos, treinta días en volver a observar esas luces nocturnas que emanan de la negrura de la noche cuando, por fin, recojo mis bártulos y me dispongo a volver a casa. Abandono un sendero. Me desvío en otro y me encamino, rodando hacia abajo en dirección al mar oscuro. Una vez allí, todo recto.
Cambiaré un paisaje por otro. Las idas y venidas nocturnas se paralizarán durante los próximos días para convertirse en trayectos diurnos. Por carretera o el campo. En moto o en bicicleta. Canjearé la negrura del mar por el azul del mar o el verde de la montaña. De la oscuridad a la claridad.
Tardaré cuatro semanas en volver a sentir ese frío de madrugada que se te mete en el cuerpo, a través de las rendijas de la chaqueta. Ese frío que no has invitado a pasar, pero que no necesita que le des permiso. Penetra, sin más.
No sé cuántas luces nocturnas se podrán contar a la vuelta. Lo que sí sé es que seguirán allí delante para que, otra vez, las pueda contemplar noche tras noche, hasta una próxima ocasión.