Lomo y quejío

Las profesiones en las que se requiere esfuerzo físico son tan variadas que necesitaría más de una cuartilla para anotarlas. Pero por poner un ejemplo, la que más rápido me viene a la cabeza es la del butanero, que ha de acarrear las bombonas de un lado a otro.

¿Por qué esta? Básicamente porque ayer y casi todos los miércoles, cuando asoma la camioneta por la esquina de mi calle, toca el claxon de una forma característica para que sepamos que ha llegado.

Lo mismo pasa con el afilador y su flauta mágica.

Recuerdo que antes, el butanero, picaba al tun-tun en los porteros automáticos del vecindario y decía, con un acento más bien de allá y no de acá: —¿Quiere butano? Si respondías que sí, tenías exactamente cuatro minutos para ir a buscar la pasta al cajón del tocador, desconectar la bombona vacía a toda prisa y esperar a que el operario, si tenía suerte, subiese en el ascensor y te dejase la maldita bombona encima del felpudo de tu puerta.

En el peor de los casos, tenías más margen de maniobra, porque el pobre tenía que subir a pata los seis pisos que lo separaban de ti.

Siempre he imaginado que esta gente, más pronto que tarde, acabarían con los lumbares al jerez y el cuello contracturado por quince sitios.

Es verdad que se ponen fuertes como toros, de tanto subir y bajar peso. Ya sé que es una forma bastante bruta de ponerse en forma. Desarrollas bíceps, tríceps, cardio, cuádriceps, gemelos, piernas, glúteos, etc., pero el deterioro de su salud se hará patente más rápido que la de un oficinista.

Si el inquilino es agradecido, el operario recibirá una buena propina. ¡Ay!, pero ¿y si es más agarrao que un chotis? En esas situaciones, el operario, que ya está harto familiarizado con este tipo de humanos, utiliza el arte de la seducción de una manera muy sibilina.

Como ejemplo, pongamos la siguiente situación:

  • El camión del butano tuerce por la esquina de tu calle.
  • Tú, que estás parapetado en el bar, dos puertas más allá de tu casa, sales corriendo en cuanto escuchas el claxon. Subes las escaleras de tres en tres, si hace falta.
  • Una vez te has recuperado de la respiración y los ojos vuelven a sus órbitas, te asomas por la ventana del salón, esa tan pequeña en la que solo puedes plantar espárragos porque no hay sitio para más.
  • Asomas la cabeza y llamas al butanero a grito pelao: —¡Eh! ¡Eh! Tres bombonas al sexto. Ahora. ¡Eh!
  • El operario, una vez ha localizado al voces, con una señal típica del argot gesticular propio de los butaneros, levanta tres dedos de su mano derecha y con la cabeza hace un movimiento firme y rápido, como queriendo decir: —¿Qué quieres tres bombonas, flipao?
  • Son superhéroes, pero no pulpos. Así que baja del camión dos bombonas y después la tercera.
  • Inicia el servicio, llevando los tres envases que, aún sabiéndolo de antemano, cada vez pesan más.
  • Pica al timbre.
  • El voces pregunta y abre. —Sí. Al sexto, 3 bombonas.
  • El operario suelta un improperio típico de los butaneros. —Caguntot… No hay ascensor. Me vi a cagá en…
  • Como que está muy acostumbrado, sube los seis pisos en un plis (más rápido que el oficinista con el paquete de Din A4, de 125 gr, estucado mate).
  • —Traigo sus tres bombonas.
  • —¿Cuánto es?, pregunta el voces. [Es la primera vez que el operario sube a esta vivienda].
  • Son tanto por tres.
  • El voces le planta en la mano tanto por tres, ni un céntimo más.
  • El operario, para sus adentros, se caga en su p… m… Sigue a la espera, a que el voces se enrolle, pero no se enrolla.

Dos meses más tarde, el operario vuelve a circular por la misma zona.

Como un dejà vu, la escena se repite.

El voces, parapetado en el bar, dos puertas más arriba de su casa, escucha el claxon del camión de reparto.

Esta vez no tiene la misma suerte que la anterior. No puede salir a la carrera porque la puerta del bar está ocupada por el repartidor de las cervezas.

Al voces no le da tiempo de subir corriendo a su casa.

Se encuentra frente a frente con el operario.

Le dice: —tres bombonas al sexto. Y el butanero le responde que si no se enrolla, que se las suba él.

El voces le dice que ni hablar. Que para eso paga.

Se entabla una conversación enriquecida con palabras y gestos.

El butanero le comenta que si no hay propina, no las sube. Que el esfuerzo lo vale.

El voces le dice que no hay propina y que ya se las sube él.

El butanero insiste en que él (el voces) no está acostumbrado a tanto peso y que no podrá llegar ni a la esquina.

El voces no le hace ni puto caso e intenta agarrar la bombona.

En ese momento, el voces, emite un gutural sonido que le sale de lo más hondo. [No se puede reproducir con palabras. Así que lo escribo de esta manera: «Egggrrrgg»].

El butanero le explica que eso es un quejio que sale de las entrañas y que se deslomará tan pronto cargue con la bombona y se ponga a caminar.

Le vuelve a insistir que no puede haber quejio sin sufrir dolor en la parte de la penca que va del cuello a la rabailla, que es el peculiar lomo (donde estos superhéroes apoyan la bombona).

El voces, se da cuenta del gran esfuerzo que supone subir las bombonas a su casa y en ese preciso instante comprende por qué el butanero se esperaba en el rellano de la escalera, para ver si se estiraba con la propina.

De esta historia, han pasado ya bastantes años y no me ocurrió a mí, pero cada vez que pido una bombona, siempre le doy propina al butanero.

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