Caminas cerca de la orilla.
Hoy tienes recados que atender y has decidido, como otras veces, ir y volver caminando.
No tienes prisa. Contemplas el paisaje mientras te acercas a la población.
Una vez has bajado el tramo de escaleras que conducen al paseo, te cruzas con la brigada de jardines. Están podando los márgenes.
Vigilas que no se desprenda una ramita a toda velocidad. Parecen proyectiles. Hace tiempo tuviste un susto. Pasaste justo en el momento en que un operario estaba desbrozando las hierbas de la cuneta y una rama pegó contra la visera de tu casco.
El paseo está lleno de jubilados. No hace falta ser un lince para saber que son gallegos. Seguramente, permanecerán una semana instalados en alguno de los centenares de hoteles de la población.
Te da la sensación de que estás contemplando el desembarco de Normandía. Al menos estos jubilados no sufren como sí lo hicieron aquellos soldados.
Ya has acabado con los recados. Es la una y media. Decides comer por aquí.
Desembarcas en tu bar de siempre. Bocatas buenísimos, una cerveza para tranquilizar la mente y después harás otro paseo con rumbo a casa.
Calma, viento y vistas al mar.
¡Las ventajas de vivir en un pueblo!