Ayer, comentaba que Lucas, antes de salir del recinto de su trabajo, mira a ambos lados de la carretera local que atraviesa el polígono, para no tener ningún sobresalto. De vez en cuando, a las tantas, algún BMW o Audi de alta gama, «pilotado» por personas de status económicos de dudosa procedencia, pasa echando chispas, por culpa del mal estado del firme o porque van a más velocidad de la recomendada. Todo puede ser.
Así que, una vez en marcha, abandona el polígono industrial para marcharse a casa. Recorre trescientos metros de autopista antes de desviarse en la intersección con la N-II. Justo al inicio de la cuesta, se encuentra con un conejo que, ajeno al mundo, pretende cruzar sin mirar. ¡Ey!, no te equivoques si has pensado que no mira. Porque, aparte de estar atento con sus superorejas, también mira. Y tanto que lo hace. Y además, se detiene para que pase Lucas con su moto.
Prosigue la ruta, contento, por partida doble. No le ha causado ninguna lesión al señor conejo y además recuerda con alegría que, horas antes, salvó a un perro, que iba con su dueña de paseo, de hacerse daño en las patitas. La mujer le comentó que, tres semanas antes, tuvo que llevarlo de urgencia porque se había clavado unos cristales que estaban en la acera, cerca de su casa.
Antes de entrar en la siguiente población, un gato marrón (y no negro) se le cruzó por delante de la moto. Sabe perfectamente, que lo miraba porque, a medida que se aproximaba al gato, vio el destello que producen sus ojos cuando les impacta un haz de luz. Parece que lleven fosforitos en las pupilas.
El gato lo miró. Lucas miró al gato y todos contentos. Cada uno por su lado.
¡Ay, amigo! En la penúltima población, antes de llegar a su destino, se le apareció de repente un imbécil. Iba de runner. Bambas de runner, móvil de runner, auriculares de runner o más bien, de futbolista, esos que se pusieron de moda no hace tantos años, que son tan grandes como medio coco. Atuendo de runner y, por supuesto, reloj digital de runner.
Por la trayectoria que llevaba, el tipo pretendía cruzar la carretera sin mirar una mierda. Justo en el momento de «no retorno», estaba consultando su superreloj, con los auriculares de coco integrados en su perola de «pensar», probablemente con el volumen a tope y encima, al imbécil, no se le ocurre otra cosa que ir absolutamente de negro. Sí, sí. De negro, de noche y con un alumbrado escaso. ¡Ole tus huevos!
Lucas se lo encontró de morros, después de sobrepasar una pequeña curva. Allí, en medio. Como si fuese una puta seta. Qué susto se llevaría el pobre, que tuvo la mala idea de llamarme a las tres de la madrugada, para contarme lo del imbécil.
Para tranquilizarlo un poco, le dije: —al menos no lo has rematado. Se echó a reír; me dio las buenas noches y, entre bostezos, creí escuchar: —bañana dengo gosas que hacer…