Esa edad en la que te ibas de fiesta, pillabas un cebollazo del quince y al día siguiente te levantabas como nuevo. No hacía falta recomponerte como si se tratara de un puzzle.
Esa edad en la que te montabas en bicicleta, subías por aquella cuesta y al bajar, te dabas de morros en el suelo. Todo lo largo que podías ser, se restregaba por el polvo, las piedras y alguna que otra raíz y no pasaba absolutamente nada. Te reincorporabas, te subías a la bici y, aunque un poco magullado, volvías a casa tan pancho.
Esa edad en la que aprendiste a patinar en la calle y que por mirar ese culo tan espectacular, te comiste la señal de tráfico, toda enterita, con las rodillas. Un poco de sangre por aquí, un morado por allá, pero te levantabas de un salto y «aquí no ha pasado nada».
Esa edad en la que te pasabas cinco horas en la playa, sin ningún tipo de protección solar, jugando con la colchoneta, revolcándote como si fueras una croqueta, saltando las olas, torciéndote el cuello en más de una ocasión y, por la tarde, después de haber comido un bocadillo de aceite con azúcar, volvías a quedar con los amigos de la mañana para ir a jugar a la pelota.
Esa edad en la que madrugabas el domingo, subías al tren para irte a no sé qué montaña, llegabas a la cima, tres minutos para respirar aire nuevo, mirar el paisaje, hacer cuatro fotos y de vuelta para abajo. Otra vez al tren y para casa. Al día siguiente, a primera hora, tenías clase de gimnasia. Potro, plinton, cuerdas, espalderas, mil metros de crol y aún tenías fuerzas para ir, de nuevo, al parque a jugar al escondite.
Tampoco hace tanto de eso. No eres tan viejete. Cada jueves te vas a esquiar. Aguantas entre cuatro y cinco horas sin despeinarte. Suerte que practicas bicicleta de montaña y de vez en cuando te metes un lingotazo de L-Carnitina. El problema surge cuando te metes una santa hostia, te vuelves a torcer el pulgar de siempre, saltan los esquíes y los palos. Aterrizas y te das cuenta de que no ha pasado nada grave, pero al día siguiente te duelen hasta las muelas.
Hoy te encuentras como si te hubiera atropellado un trolebús. Te duele hasta caminar. Te ríes por no llorar y recuerdas, con una sonrisa en los labios, cómo te saltaron los esquís, los palos y las cinco palabrotas que salieron de tu boca por no atropellar a cinco individuos que estaban invadiendo tu trayecto.
No eres el único magullado. Tu colega de nieve también se la pegó y fuerte. Bastante fuerte. Recordáis con risas y algún que otro quejido, ambas hostias. Al menos no nos rompimos nada. Pasados los cincuenta y los sesenta no se puede hacer demasiado la cabra, pero, ¡es tan divertido…!