En el otro bolsillo

Como que su pareja no podía llevarla porque todos los martes y viernes se debe a sus pacientes, hace cosa de tres meses Eva le pidió a Lucas si podría acompañarla a la consulta semestral que tiene en el hospital. —Por supuesto, cuenta conmigo, —le dijo al instante—.

—Apúntalo bien, Lucas. La visita es para el 11 de julio. ¿Te acordarás?

Ser bastante despistado tiene algunos inconvenientes. Así que, en cuanto llegó a casa, lo anotó en el calendario de sobremesa que ve todos los días. Este calendario, reminiscencias de épocas pasadas, queda entre su ombligo y la pantalla del ordenador. Si por casualidad no lo viese, significaría que se ha muerto.

El año pasado, el calor llegó mucho antes de lo deseado. En mayo, los seres humanos ya estábamos de mala leche por culpa de las altas temperaturas. Este, en cambio, parece que se ha portado mejor. No hace tanto que aprieta y uno puede dormir un poquito mejor, pero la mala leche está presente en muchos hogares.

—¿Funciona el aire acondicionado del coche?, —le preguntó muy tímidamente Eva—. Lucas todavía se ríe y eso que ya han pasado más de veinticuatro horas.

La visita estaba programada para las 13:20 h y como es costumbre en ambos hermanos, llegaron con bastante antelación. —Tienes varias opciones—, le subrayó Eva mientras miraba a uno y otro lado de la carretera. —Si no encuentras nada, puedes esperarme en doble fila, pero te aconsejo que busques un árbol para resguardarte del sol—.

Ángela, la hermana pequeña, les contó un truco para localizar aparcamiento. Lucas lo puso en práctica y en menos de dos minutos ya estaba cerrando los retrovisores para no molestar a los otros vehículos. No es de esos modernos que, en cuanto cierras las puertas, todo se desactiva.

Siguiendo las instrucciones de Eva, se metió volando en el hall del hospital. ¡Bendito aire acondicionado! Sacó su libro de verano «IQ84» de Haruki Murakami y se evadió del resto del mundo mientras durara la visita.

—¿Ya estás aquí? —dijo sorprendido Lucas mientras guardaba el libro en su mochila—. Solo me ha dado tiempo de leer… ¡Ostras, llevo treinta minutos inmerso y no me he enterado del resto de los humanos que deambulaban por aquí!

Es lo que tiene cuando te apasiona una historia.

—¿Nos vamos?, —dijo Eva—. Acuérdate que hemos de parar en el Lidl.
—No me lo repitas tanto, que ya me acordaba.
—Pero Eva, ¡en el pueblo solo hay un Carrefour!
—Lucas, no tienes remedio. Con esta, será la cuarta vez que vamos a este supermercado.

De camino a casa, se encontraron con un embotellamiento salvaje en la autopista. A la ida, ya lo habían visto. Estaban haciendo obras de mantenimiento en el tercer carril y trescientos metros antes de llegar a la obra, se había formado un pitote del quince.

—Nos desviaremos por aquí porque entre el calor que desprenden los que sí tienen AACC en su coche y la calda externa, nos vamos a fundir. —Comentó Lucas—.

A esas horas la N-II estaba bastante decente. Un par de semáforos, alguna que otra furgoneta en doble fila y atravesaron la vil·la con bastante rapidez. —Tres pueblos más y llegaremos al Lidl. A ver si podemos dejarlo a la sombra. —Apuntó Lucas—.

—He de comprar cuatro cosas, ¿y tú?
—Solo quiero comida para gatos.

Cuando se dice solo quiero comida para gatos, ¿es una cosa o es una forma de hablar?

Eva compró, tal como había especificado, cuatro cosas. Tal vez, cinco, pero no pasó de ahí. Lucas, en cambio, lo único que no compró fue la comida para gatos.

—¡Wow, naranjas, arándanos! En el Sorli, una cajita de arándanos vale una pasta y van cuatro y el cabo.
—Me llevaré esto que se me ha acabado. Y esto otro. ¡Ostras!, también esto y esto.

Se fueron a la primera caja que encontraron libre. Pagaron y salieron al aparcamiento. Una exclamación subida de tono salió, al unísono, de sus bocas: Hostia, qué calor.

A las 15:45 h, Lucas dejaba a Eva casi en la puerta de su casa. Los operarios del pueblo tienen la mala costumbre de no indicar si una calle está cortada hasta que no estás justo delante de la excavadora.

—Me voy pitando—, comentó Lucas con la ventanilla del coche a medio bajar.

Ahora solo quedaba aparcar, sacar la compra y volver a casa lo más rápido posible. Las cosas de nevera, fuera de la nevera, se pueden estropear a una velocidad de cero coma.

Antes de salir del coche, Lucas se tocó los bolsillos. Móvil, cartera, llaves de casa, mochila. Ok. Está todo. Pondré las llaves aquí; será más fácil cogerlas, pensó.

Dos paquetes de papel con asas, una medio rota, con la compra en la izquierda y una bolsa de naranjas de zumo en la mano derecha. La mochila colgada del hombro. Baja la cuesta. Llega a su portal y al meter, como pudo, la mano en el bolsillo derecho, la llave de casa no estaba allí.

Con las manos ocupadas y los brazos frenando las bolsas de papel, no tenía mucho margen de maniobra a no ser que lo dejara todo en el suelo. Un observador lejano podría creer que Lucas se estaba acariciando las partes. —Aquí no están, aquí tampoco… Las gotas de sudor le caían por todas partes. Malditas llaves. El sudor tampoco ayudó mucho a que palpara con facilidad dentro de los seis bolsillos de sus pantalones de montaña.

Cuándo se metió las llaves en el peor lugar, solo lo sabe la divina providencia porque Lucas ni se acordaba. En el bolsillo portamonedas, sí, ese tan pequeñito. Ese, en el que metes alguna cosa con cierta facilidad, pero sacar, lo que se dice sacarlo, sin cargarte las costuras, ya son palabras mayores.

Con las manos y brazos ocupados, tendrías que haberlo visto frente al portal de su casa, sudando la gota gorda y cagándose en las llaves del demonio.

Al final, todo quedó en una anécdota; esta que estás leyendo.

En el otro bolsillo

Un comentario en «En el otro bolsillo»

  1. Me había quedado relajada con la imagen de estar disfrutando los momentos de espera con la lectura de un buen libro. Y zasca! La escenita de brazos cargados de bolsas y… no encuentras la llave! Ups!, sólo recordar esta escena tan conocida ya me agota.

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