El reloj de la ermita tocaba las tres y cuarto de la tarde. Era la hora. Juan acabó de atarse los zapatos, comprobó que lo llevaba todo encima y salió de casa en dirección a la estación de tren.
Solo se habían visto una vez. Esta sería la segunda. Ya no estaba nervioso. De hecho, muy pocas veces lo estaba. Justo a las tres y media, metía el billete en la máquina. Por megafonía anunciaban que no se cruzasen las vías porque el tren estaba a punto de llegar.
Habían decidido bajar juntos a la ciudad.
—Me sentaré en el último vagón y en el último asiento. Le grabó con un audio en el whatsapp.
Mientras recorría los cuarenta kilómetros que les separa, permanecía atento a su alrededor. Una chica que estaba sentada en el compartimento de la derecha, hablaba con su amiga por teléfono.
—Estoy sentada en el último vagón y en el último asiento.
Juan sonrió. —¡Qué casualidad!, pensó para adentro.
Laura le dijo que cuando cruzara el penúltimo pueblo antes de encontrarse, le enviara un mensaje para prevenirla. Así lo hizo.
—Calculo que llegaré en doce minutos; comentó Juan con un mensaje de voz.
Laura subió al tren. Miró a la izquierda y después a la derecha. Juan se levantó para saludarla.
—Otra vez juntos, dijeron a la vez.
—No hagamos planes, vayamos sobre la marcha. Le dijo Juan mirándole a los ojos.
La tarde por la ciudad fue espléndida. Aún hacía frío para ser una tarde soleada. Deambularon por aquí y por allá, sin un rumbo fijo. Aprovecharon las calles por las que menos gente pasaba. No les gustan las aglomeraciones.
Juan, un par de semanas antes, vio el anuncio de una tetería bastante interesante.
—Laura, ¿te parece que vayamos?
—Por qué no. Me parece bien.
Aunque Juan vivió en la ciudad cuarenta y cinco años de su vida, no recordaba dónde se encontraba la calle en la que estaba la tetería.
—Perdona, ¿podrías indicarme dónde está la calle del mapa? Creo que ya hemos pasado dos veces por aquí y no consigo localizar el lugar. Le preguntó Laura a una agente cívica que, justamente, apareció por una esquina.
—Seguid esta calle. Cuando llegues a la esquina, verás un callejón a la izquierda y una callecita a la derecha. Id por la callecita hasta el final. Les dijo la agente cívica fijándose únicamente en Laura.
Siguieron sus indicaciones y consiguieron llegar al lugar.
—Ni hablar del peluquín, comentó Juan. —¿Has visto qué cola más larga? Pero si da la vuelta a la manzana.
Tal como se lo habían planteado, dejaron al destino tomar la iniciativa y dando un giro en redondo, encontraron un lugar que parecía interesante. Aunque disponía de terraza, hacía demasiado frío como para arriesgarse, así que se metieron en la bodega.
—Wala. ¿Has visto cuántas tapas hay en la barra y eso que nuestra primera opción era tomar churros con chocolate?
El lugar era bastante acogedor. El camarero de turno no tanto, pero tampoco estaban pendientes de él.
La tarde transcurría estupenda. Risas, buen rollo, conversaciones interesantes y miradas que se cruzaban iban comiéndose los minutos, las horas, sin darse cuenta. Estaban como en una nube hasta que, de repente, miraron por casualidad el reloj. —¡Coño!, pero ¿has visto la hora que es? En catorce minutos sale el último tren.
Juan y Laura se cogieron de la mano para no perderse entre el gentío que deambulaba por la calle. Se abrían paso educadamente, pero con contundencia.
—No llegaremos a tiempo, le repetía Juan.
—Tranquilo. Confía en el universo, le dijo Laura entre risas y soplidos. Tú, tranquilo.
Y llegaron a tiempo. Faltaban seis minutos para que llegase el tren. Por suerte, la RENFE no es puntual.
Ya no hacía falta sentarse en el último vagón. Subieron al del medio. Siguieron charlando distendidamente, recordando todas las cosas que habían hecho esa tarde.
Cuando Laura llegó a su parada se despidió de Juan hasta la próxima. No estaba segura de si podrían quedar al día siguiente. Tiene unos horarios de locura.
—Si nos vemos será perfecto y si no puede ser, ya encontraremos un hueco.
Se despidieron con la mano pegada a la ventanilla. Hasta pronto… se dijeron sin abrir la boca.