El paraguas

Era la tercera vez que aguantaban la mirada en su vida. Desde el minuto uno, conectaron de una forma casi mística. En las tres últimas semanas, tan pronto se encontraban en la parada del autobús, en la cola de la panadería, en la biblioteca o, como aquella tarde, en la tienda de chinos cuando Lola y Alberto preguntaron a la vez si tenían paraguas de esos plegables que caben en cualquier rincón.

No podían dejar pasar la oportunidad de reírse juntos por haber coincidido en el color del paraguas. Era el momento preciso; o se hacían una pregunta absurda o quién sabe cuándo volverían a coincidir. Uno de los dos tenía que atreverse.

Fue Lola la que, después de ponerse colorada como un tomate, le hizo una pregunta tan sorprendente como absurda. —¿Por qué has escogido el color pistacho? La respuesta de Alberto no se hizo esperar. —Es el único que canta como una calandria y con lo despistado que soy, no creo que me lo deje por ahí.

A medida que profundizaban en la conversación, emergían tantas casualidades que era imposible no llevarse las manos a la cabeza cada dos por tres. Hacía siete años que Lola vivía a tres calles de Alberto y hasta hace muy poquito, no se había cruzado con él ni una sola vez.

¿Tenía que llover torrencialmente para que coincidieran, por fin, en una de las ocho tiendas Todo a cien del barrio? Siete años deambulando por las mismas calles sin haberse cruzado en el semáforo, en el parque o en cualquier escaparate era bastante mala suerte.

Cada encuentro superaba con creces al anterior. Su atracción se expandía como el nacimiento de una estrella. Por fin, una tarde de mayo, decidieron dar el segundo paso. Alberto le pidió si quería subir a su casa. Quería mostrarle con orgullo, la colección de Bonsáis, los cromos del Capitán América y, ya de paso, invitarla a degustar un suculento y elaborado menú con el que llevaba tiempo experimentando.

Alberto era cocinero jefe en la cadena de hoteles Seraton. En sus ratos libres, cuando no tenía que pensar en cómo alimentar a sus huéspedes, en casa se relajaba inventando platos, mezclando sabores y olores. Así se le pasaban las horas de una forma vertiginosa.

Lola, como era de esperar, accedió sin pensárselo dos veces. Sabía o al menos tenía la impresión de que los Bonsáis y los cromos quedarían para otra ocasión. Era bastante probable que se fundieran en un gran abrazo. Lo llevaba imaginando demasiado tiempo como para perder la oportunidad que le brindaba Alberto de una forma tan directa.

Se acercaba el día. Habían quedado en su portería a las siete de la tarde del sábado. A esa hora, el conserje revisaría los últimos detalles para pasar el informe a Lucas, el sustituto de los fines de semana; un tipo que nunca hacía preguntas. Se limitaba a vigilar su lugar de trabajo y a atender las urgencias que pudieran surgir.

Alberto fue muy franco con Lola. Se lo comentó dos semanas después del encuentro en la tienda de chinos. —Verás, los sábados entra otro conserje que no hace tantas preguntas como Gustavo. Si no tienes inconveniente, prefiero que vengas ese día.

Lola no puso ninguna excusa.

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