El ladrón de virgulillas

ÍÑigo era un buen hombre. Nunca se discutía con nadie. Era como don Genaro de Eugenio.

Trabajaba como vigilante en una fábrica de bisoñés. El horario nocturno, lo compaginaba con sus grandes pasiones: la lectura y el dibujo a mano alzada de muñecos autómatas.

Era un devorador de libros y de lápices. Siempre tenía uno entre las manos. A veces, los pocos amigos que tenía, le retaban a que leyera más de uno a la semana.

Le gustaba mucho dibujar pero no tanto como leer.

Nunca decía palabrotas. Era un hombre rectilíneo. Parco en palabras dichas pero muy listo en palabras leídas.

Una madrugada, cuando se disponía a salir del trabajo, tropezó con una montaña de libros, con tan mala suerte que se dio un fuerte golpe en la cabeza. Perdió el conocimiento. Nadie sabe cuánto rato. Lo encontraron por la mañana los que entraban en talleres a las ocho.

Al no reaccionar, antes de moverlo, prefirieron llamar al 061. En 10 minutos, una dotación compuesta por dos ambulancias, un coche de bomberos, tres patrullas de la guardia nacional y un helicóptero (vaya coño con el despliegue!!!) se personaron en la fábrica en la que, horas antes, Íñigo, se había golpeado, perdiendo el sentido.

Estuvo en el hospital cinco días y cuatro noches. Cuando recobró el juicio, empezó a decir cosas que no tenían ni pies ni cabeza. Repetía constantemente que le habían cambiado el nombre.

Insistía que le habían robado una letra (sin recordar cuál) pero era, decía, una decorada. Cuando los médicos le preguntaban cómo se llamaba, contestaba que Inigo. Después, soltaba una palabrota, impropio en él.

Decía: —¿quién cono me ha robada la N?—

Los médicos no entendían nada. Comprobaban que la «N» la pronunciaba bien, pero no se percataron de que no podía pronunciar la Ñ de coño.

Inigo insistía por qué cono le habían robado la «N». Recordó de repente y sin venir a cuento, que cuando era solo un nino, una nina muy guapa, rubia, con el pelo muy largo recogido en un mono, le decía: —Inigo, por qué no me sueltas el mono. Me estiras la melena y compruebas si me llega hasta el cono. ¿Pero a qué cono esperas para hacerlo?—.

Inigo nunca entendió por qué le vino ese recuerdo tan raro a la cabeza ni por qué esa nina hacía tanta cona con él. De hecho, cuando por fin recobró el sentido, se quedó alucinado por las palabras que le venían a la mente: montana, boniga, castano, madrono, una, sueno. No entendía nada.

Después de un mes de estar de baja, se reincorporó al trabajo. Quiso ir a ver dónde se había tropezado y con qué. Encontró un libro manchado con su propia sangre. Se quedó de piedra cuando leyó el título: El ladrón de virgulillas.

El ladrón de virgulillas

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