La suerte es para quien la encuentra. Si vas en su búsqueda, nunca se acercará a ti.
Que aparezca ante tus ojos cuando menos te lo esperas es como aquella preciosa muchacha que coincidió contigo en el tercer vagón del metro, aquel martes al mediodía.
Tus ojos no paraban de mirarla. Tropezaron con su mirada. Se perdieron en su melena rizada, en sus orejas, en la comisura de sus labios, en su rostro angelical.
Seguramente, sin querer, te fijaste en algún gesto que hizo. Tal vez en cómo colocó las manos en la barra para no caerse, o en los ojos que puso cuando se dio cuenta de lo lleno que estaba el vagón, pero algo pasó para que te fijaras en ella únicamente.
A esas horas del mediodía, cuando la gente va de regreso a sus casas o al trabajo, algún humano te dio un empujón sin querer. Por culpa del desplazamiento de tu cuerpo, se te cayó la bolsa de mano que llevabas agarrada sin fuerza.
Te agachaste para recogerla y al ponerte derecho otra vez, te diste cuenta de que la muchacha ya no estaba. Despareció sin más. Es probable que se bajara en la parada anterior.
Entraste en pánico. Notaste que te ponías rojo de vergüenza o de rabia.
Su belleza se te quedó grabada en la pupila. Nunca más volverás a verla. Ese deseo de acercarte, de hablar, de mirarla fijamente, desapareció por culpa del empujón.
En una ciudad tan grande y con tanta gente, cruzarte otra vez con aquella muchacha será tan difícil como encontrarte con la suerte de cara.
A mi ne pasó con un chico el 1 de enero. Aun recuerdo ese cruce de miradas. Pensé: empiezo bien el año; qué educado con las chicas de la cafetería, además de atractivo.
Quedó solo en el cruce de miradas. Varias.
Ni me habló ni le hablé. Podría haber sido el hombre de mi vida.
Me arrepentí de no ser lanzada con cualquier excusa.