Hace muchos años, cuando era pequeño, en casa teníamos un televisor en blanco y negro, como seguramente la mayoría de vecinos.
Encima de esta «tele» cabían perfectamente dos objetos característicos, de los cuales, uno era mucho más importante que el otro.
El más importante era una antena de cuernos que constaba de una base, normalmente de color negro, dos antenas telescópicas largas (los cuernos) que salían de ella, formando una V y un cable plano, de un color rosáceo mustio semi transparente, por el que pasaban dos hilos de cobre que se podían distinguir perfectamente y que se conectaban en la parte trasera del televisor de dos maneras diferentes. O con los cables pelados o con unos primitivos jacks.
Recuerdo que en más de una ocasión, cogíamos la antena con la mano y como pasaba hasta no hace mucho con los móviles cuando buscábamos la mejor cobertura, movíamos la antena por encima del televisor hasta que, por arte de magia, la imagen se veía más o menos nítida.
Una vez realizada esta operación, con mucho cuidado, volvíamos a colocar otra vez la antena encima del televisor y rezábamos para que esa peli, programa o el partido de fútbol, que se retransmitía, los domingos por la tarde, se viera dignamente a través de esa neblina extraña, fruto de una señal bastante penosa.
De vez en cuando, la señal se perdía y hacíamos un movimiento que, hasta la fecha de hoy, sigo sin entender.
O bien le dábamos un golpe fuerte encima del televisor o zarandeábamos la antena hasta volverla loca, para que recuperase la señal.
Lo del golpe era más efectivo. Bastaban dos castañazos. Nunca entendí por qué volvíamos a tener señal: si era porque la tele se acojonaba o porque realmente, este golpe la liberaba de los parásitos, como decía un amigo de mi padre cuando venía más de una vez al año, del servicio técnico.
A veces, de tanto castañazo, la antena perdía alguno de sus cuernos. Se volvía a meter en la ranura de la base y santas pascuas.
Un día, el castañazo en la tele fue tan bestia que se le fundieron las lámparas y nuestra TV en blanco y negro pasó a mejor vida.
Cuando mi padre trajo a casa la nueva tele en color, a parte de tragarnos hasta los anuncios, impuso unas normas. Por suerte, en esa época ya empezaban a poner antenas vecinales en los terrados de los edificios, de los que colgaban tantos cables negros como vecinos habían en la escalera. Así, a nadie se le ocurrió nunca más, zarandear la antena y menos aún, bajo arresto de habitación, castañear la nueva tele en color que tanta pasta había costado.
Aún tuvimos durante bastante tiempo, la antena de cuernos encima de la nueva tele porque a veces, cuando hacía viento, si la del terrado se giraba un poco, la imagen volvía a desaparecer como en la época del blanco y negro. Pero en ese momento, mi madre o mi padre, nos miraban con cara de policía… Entendido, no más castañazos.