Diálogos íntimos (III)

—Oye, tío, ¿quieres hacer el favor de decirme algo de una vez? Hace dos horas te pregunté lo del edredón y aun estoy esperando a que abras la boca.
—Parece mentira. Últimamente, o se te va la perola o no me escuchas. Te he respondido en cuanto has acabado con tus sermones de mierda.
—Pues, la verdad, ahora que lo dices, es cierto. Recuerdo haber oído algo, pero no sabría decir si te estaba escuchando.
—Eres la repera. ¿Te lo había dicho alguien?
—Creo que mamá.

Ese diálogo, aunque parezca sacado de un libro surrealista, es lo más parecido a la conversación que tenía esta mañana conmigo mismo.

Me desdoblo en dos mitades asimétricas y me pregunto cosas o entablo una conversación íntima conmigo y tengo los huevos, a veces, de no contestarme a la primera. Me hago de rogá y me envío a tomar por el saco por la desesperación que me entra cuando tardo en responderme.

A más de una persona le habrá pasado, probablemente, esta situación. No os preocupéis porque dicen que es absolutamente normal.

Hablar con uno mismo es una terapia muy potente. Eso sí, hay que vigilar cómo nos hablamos. Dependerá en gran medida de la forma que utilicemos para dirigirnos la palabra, si es de forma positiva o negativa, que se ejercerá una fuerza tan bestia que deberemos ir con mucha cautela.

—Por cierto, ¿qué te parece Petrucciani?
—¿Y eso qué tiene que ver con el relato que estamos escribiendo?
—De hecho, nada, pero se me ha ocurrido comentarlo porque sé a ciencia cierta que no me vas a enviar a la mierda.
—¿Estás seguro de eso?

¿Qué estaba escribiendo? ¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Estaba diciendo… qué divertido, decir diciendo cuando en verdad, la pregunta bien formulada sería, en todo caso: ¿Qué estaba escribiendo?

—No estoy muy seguro de contárselo, porque ya sabes que el otro día se pasó más de tres pueblos, ¿te acuerdas?
—Sí, lo sé. Creo que se lo diré en privado en otro momento o paso de contar nada.
—Más te vale… por tu bien. Ya te comiste el sapo la otra vez…

Mientras estaba comiendo, miraba a mis gatos, estirados en el sofá que, por cierto, está lleno de pelos. A ver si mañana paso la aspiradora. Igual me llevo una sorpresa y salen dos gatos más en formato pelambrera. ¡Ostras, se me va la castaña en cero coma! Pues eso. Mis gatos, estirados en el sofá, estaban realizando una sesión de masaje lingual. Me acuerdo como si fuera ayer cuando también realizaba masajes linguales… con los sellos. Llegaban las navidades y se me acumulaban las felicitaciones; por aquel entonces no existían los móviles ni los WhatsApp ni todas esas historias. Si querías enviar felicitaciones, no te tocaba otra que bajar a comprar sellos para franquear las cartas. Y eran sellos de los de mojar en la lengua. Los que iban con adhesivo llegaron años después.

Mi gata parecía recién salida de la pelu. Toda repeinada como si le hubiera pasado la lengua por encima una vaca. El gato disfrutando como un enano. Qué suerte tienen estos dos peludos. Cuando quieren les da por chuparse y santas pascuas. Cuando a mí me da por chupar algo, como no me compre un polo o un helado de Häagen-Dazs, a este paso voy a chuparme la punta de la nariz y punto.

—¿Ya has quedado en firme este domingo?
—Sí… o no. No lo recuerdo.
—El sábado por la noche les daré un toque. A ver si les va bien.

—¿Te acuerdas que tienes el agua al fuego?
—Me has dicho que te lo recordara porque el otro día se te olvidó y cuando llegaste a la cocina, se te había requemado el cazo.
—Eres un fenómeno. Gracias por acordarte.
—De nada.

Diálogos íntimos (III)

2 comentarios en «Diálogos íntimos (III)»

  1. Pues ojalá yo tuviera la conversación del cazo con mi mitad asimétrica, casi siempre me olvido!
    Sigue escribiendo estos relatos y la conversaciones de Lucas y Lucas. Me encantan!!

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