Cabe la posibilidad de que estemos dentro de un ciclo climático más que en un cambio climático. Según los expertos, cada ciertos años, pasan estas cosas. Frío en verano y calor en invierno, para acabar de volvernos tarumbas a todos, humanos, animales, plantas y bichos.
Personalmente, me gustaban más las estaciones a la antigua. En tiempos de mi abuela, la castañera iba tapada hasta el labio superior. Abrigo, guantes, gorra de lana y pegada, lo más cerca posible, a la estufa de leña que tenía en su barraca. Cuando te entregaba la paperina, te advertía con esa frase tan solemne que solo saben decir las castañeras: vigila no te vayas a quemar, que están recién sacadas de la estufa.
La celebración de Sant Jordi y la Rosa, en abril, acostumbraba a desarrollarse con muy buen tiempo, pero sin sudar la gota gorda. A lo sumo, llevabas en la mochila un jersey por si acaso a la tarde tenía pensado refrescar.
Los veranos en la playa con papá, mamá y tus hermanos, transcurrían sin más incidentes que los típicos como abrasarte la piel por no ponerte crema factor 50 o perderte al salir del agua por haber mirado a aquella muchacha tan linda, en vez de controlar dónde se encontraba la sombrilla azul con rayas blancas que mamá había clavado en la arena como si se tratara del mismísimo Neil Armstrong cuando clavó la bandera en la Luna. Siempre acababas castigado con hostia incluida, una semana sin ir a la playa por haberte perdido.
Lucas, Larry y Abel, cada jueves, tenían la intención de subir a esquiar. Compraron el forfait de temporada el 29 de noviembre del año pasado y, al no haberse sacado el título de adivinos, no podían predecir el tiempo tan loco que está haciendo este invierno. Menos nieve en condiciones, piedras, pedruscos, placas de hielo, nieve marrón, es decir, la que está a flor de piel, justo a medio centímetro de la tierra que hay debajo y, finalmente, un poquiño de nieve blanca y fresca. Eso sí, menos da una piedra.
A propósito de este último ejemplo, el deshielo ha hecho emerger de las profundidades (de unos cincuenta centímetros aproximadamente), objetos que cayeron desde lo alto de los telesillas. Cosas como guantes, palos, gafas, un casco, más guantes, un paquete de tabaco con diecisiete cigarrillos de la marca Marlboro que, muy probablemente, su dueño o dueña perdiese mientras sacaba el móvil o el mechero del bolsillo. Me inclino más por el móvil.
¿Qué nos ha pasado con esta historia del móvil? ¿Qué tendrá el móvil, que todo el mundo entierra, la cabeza en su interior? ¿El móvil produce algún efecto directo sobre nuestro cerebro, en la zona del córtex, esa que sirve para generar yo qué sé qué cosas?
Volviendo al hilo del deshielo, en los Himalaya (toda la vida lo había dicho en singular), resulta que están apareciendo escaladores y montañeros que algún día (con todo mi respeto) desaparecieron en las cumbres sin más y ahora, por culpa del clima o el cambio, emergen a la superficie, pero esta vez no se trata de cincuenta centímetros.
Esta vez, la cosa es más seria.