Recuerdo aquella tarde de domingo como si la estuviera viviendo ahora mismo. Para ser julio, hacía más frío que otros años. Sin ir más lejos, el año anterior, diría que a mediados de mayo, el termómetro ya alcanzaba temperaturas de treinta y dos grados.
Corría el año 52. Mi padre era músico. Dentro y fuera de la banda. Era de esas personas que, cuando los veías llegar, sabías perfectamente que se trataba de un músico. Lo llevan en la sangre. En la forma de caminar. Sus pasos acompasados le otorgaban un aire elegante, vivo, con aplomo.
Tocaba el clarinete en la banda de un circo internacional. Curiosamente, la banda estaba compuesta por parejas de instrumentistas. Dos clarinetes, dos trompetas, dos tamborileros, dos saxofonistas, dos flautistas, dos trombones, dos trompas y una tuba.
Nunca supe por qué solo había una tuba. Tampoco es un instrumento muy raro. Siempre me pareció que quien sabe tocar una trompeta sabe tocar una tuba. En fin.
Mi padre se pasaba parte del año ensayando y parte del año viajando. En casa no le veíamos el pelo. Ni siquiera cuando nació Nico.
Nico era el pequeño de mis hermanos. Es curioso que todos nacimos mientras papá estaba de gira. A mamá nunca le importó que papá estuviese en las antípodas mientras ella paría en el hospital. Suerte de tío Enrique. Él siempre permaneció a su lado.
Mi padre tocaba el clarinete en la banda de un circo. No era muy alto. Tenía los ojos azules y el cabello rubio, casi blanco.
Nico, Maria, Laura, Javi, Pedro, Lourdes, Anna, Javi y yo, teníamos el pelo oscuro y los ojos marrones o verdes, como mamá y tío Enrique. Ahora que lo pienso, ninguno de mis hermanos tiene los ojos azules o es rubio como papá. Es, cuanto menos, curioso.
Mi padre tocaba el clarinete en la banda de un circo. Él y su compañero Julian. Con Julian tenía una amistad muy fuerte. Donde iba uno, iba el otro. Siempre tocaban juntos. Ensayaban juntos. Incluso compartían el mismo camerino, la misma habitación de hotel, hasta la misma ropa interior.
Recuerdo que papá me contó que Julian, en más de una ocasión, le había prestado toda su ropa porque la suya estaría en la lavandería y no les daba tiempo de ir a recogerla. Así que Julian le dejó hasta los calzoncillos.
Tío Enrique siempre fue bueno con todos nosotros. Hacía de padre la mayor parte del tiempo. A mamá nunca le faltó de nada. Tantos años sola, levantando a sus nueve hijos… Suerte de tío Enrique.
Trabajó como una mula. De papá recibía todas las semanas un giro con dinero. Eso sí. Mi padre era muy puntual en el pago de nuestra manutención.
Tío Enrique también colaboraba en la casa. Casi todas las noches se pasaba por casa. Era muy atento. Era el último en cerrar las luces del salón y el primero en marcharse de casa por la mañana. Era un buen hombre.
El circo de papá llegó a la ciudad la segunda semana de julio del 53. La carpa la habían montado a seis calles de casa. Mamá nos prometió que esa tarde se pasaría con tío Enrique a comprar las entradas para ver la función.
Por mi cabeza pasaron, a toda velocidad, imágenes de mis hermanos con la entrada en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. Todos tenían su entrada en la mano derecha, pero no vi a mamá ni a tío Enrique con su entrada. En mi visión, ni siquiera les vi las manos. No supe por qué.
Tenía ganas de ver a papá tocando el clarinete en la banda de ese circo que lo tenía tan alejado de nosotros. Siempre viajando de aquí para allá. Sin un momento para ver a sus hijos; para preguntar por ellos; para saber cómo les iba el colegio o la vida.
Me viene a la memoria la imagen de alguna postal, con el matasellos de Chicago, Madrid, Roma, El Cairo, París… El texto era escueto, pero lleno de cariño, para todos, para mamá, para tío Enrique. Y como rúbrica, siempre la misma: «con mucho cariño, Julio y Julian».
Esa tarde de julio hacía frío. Más frío que de costumbre. La recuerdo perfectamente. Las gradas, los tensores de la carpa, el ambiente, la gente aplaudiendo, el color de la arena que había en el centro de la pista. Los músicos de la banda tocaban desde lo alto de una plataforma que quedaba a cinco metros del suelo. En la segunda fila me pareció vislumbrar una figura detrás de Julian, el amigo de papá. A papá no se le veía demasiado bien.
Habían montado la plataforma delante de dos potentes focos. Me dio mucha rabia. Me hubiese gustado ver a papá tocar el clarinete. Supongo que esa figura que se intuía detrás de Julian era papá. Pero no podía ser. Era mucho más alto que Julian. Por lo menos le sacaba dos cabezas.
Por la megafonía del circo avisaban que, en breve, empezaría el mayor espectáculo del mundo. Para nosotros era el más importante ya que hacía mucho tiempo que no veíamos a papá tocando el clarinete en la banda. Hacía mucho que no lo teníamos tan cerca de casa. Tan cerca nuestro.
No es por hacerme la importante, pero tengo el oído muy fino y puedo asegurar que esa noche no sonó ningún clarinete en la banda. Estaba prácticamente convencida.
A la mañana siguiente, busqué en el periódico de la ciudad si había alguna noticia relacionada con la llegada del circo, con la banda o si había pasado alguna cosa. Solo indicaba que el Circo Doble llegaba a la ciudad. Nada más. Nunca supe por qué no sonaron los clarinetes. En fin.
Mientras mamá preparaba el desayuno a los más pequeños y nosotras la ayudábamos con los bocadillos para los mayores, nos dijo que tío Enrique no vendría a casa por una temporada. Había tenido que salir de viaje y no sabía cuándo regresaría.
Me extrañó mucho ya que creí haberlo visto la tarde anterior subido a esa plataforma. Pero pensé que serían imaginaciones mías. ¿Qué pintaba tío Enrique encaramado en la plataforma de los músicos y que relación había entre él y que no sonaran los clarinetes en la banda? Nunca supe el por qué.
En fin.
Mezclas ficción con realidad me parece. Me ha gustado mucho el relato