Cinco minutos

A las doce del mediodía tenía que salir de casa. Había encargado el pan y no se podía despistar. Cerraban a las dos y encontrar pan del bueno en su pueblo es bastante complicado.

—Ya que lo he encargado, dejarlo perder sería una tontería. ¿No crees? —Se dijo a sí mismo—.

Le encanta hablarse. Se pregunta cosas a la espera de respuestas normales, pero Lucas es de todo menos normal.

—Recuerda que has de comprar leche, galletas y cerveza. No te olvides; te conozco como si te hubiera parido. —Volvió a decirse mientras bajaba por la calle de la policía—.

—Ya que hace un día tan chulo, ¿por qué no vamos a dar un paseo?
—Pues ahora que lo dices, no es mala idea. Ya iré más tarde a comprar. Me han dicho que hasta las siete no cierran.

Sin prisa alguna, dando una vuelta, se fue dirección a la riera. Tenía en mente tomar un aperitivo, pero su bistró predilecto estaba cerrado.

—Nunca me acuerdo que para estas fechas, Sandro y Matías cierran. Tendré que tomármelo en casa. De todas formas, ya que estoy aquí, me voy a la playa. Miraré el mar y me relajaré un rato. Total, no tengo nada importante que hacer.

Cuando lo creyó oportuno, se incorporó para regresar a casa. De camino, vio a un tipo meterse en el agua. Intuyó que sería Marc. Es bastante inconfundible. Marc se mete todos los días del año en el agua. Su cuerpo y su mente lo necesitan. Es su droga. Una conversación distendida a dos metros del agua ha sido la «culpable» de que se desviara cinco minutos de su circuito.

Depende de la situación en la que esos cinco minutos se vean involucrados, se pueden hacer eternos o durar un suspiro.

Una mujer que venía en dirección contraria a Lucas, al situarse a su altura, le preguntó dónde podría tomarse un refrigerio. No era del pueblo. Había venido a pasar el día.

—Puedes ir aquí o allá. Espera. ¿Estás sola?
—Sí.
—Yo también. ¿Te apetece que tomemos algo juntos?
—Vale.

Doce segundos de duda rozaron las tres neuronas que aún quedan con vida en la cabeza de Lucas.

—Podemos ir a «tocar ferro». Hay dos baretos con terraza que no están mal.
—Lo que te parezca. No soy de aquí.

A cien metros de distancia, Lucas ya vio que no tendrían nada que hacer en «Les escaletes». La gente, apoyada en el muro, esperaba su turno.

—Podemos ir al Jardí de Sant Pau. Es un lugar tranquilo y también le da el sol, creo.

Entraron al Jardí y, como si lo llevaran ensayando un mes, los cuatro camareros que estaban frente a ellos, al otro lado de la barra, dijeron que a las 14:00 en punto cerrarían el local. Eran las 13:30 h. Lucas y Marisa se miraron un instante y pensaron que tendrían tiempo de sobra para tomarse unas aceitunas y dos cervezas.

—¿Después tienes algún plan? —Le preguntó Lucas mientras se cruspía dos aceitunas—.
—La verdad es que no. Un amigo me habló de un bareto que no está nada mal.
—Pues si quieres, después vamos para allí, pero antes he de pasar un momento por el súper.

El bareto en cuestión está muy cerca de la casa de Lucas. No es un lugar que frecuente mucho porque gritan demasiado, pero tampoco se está mal. Luis, el dueño, es un tipo muy avispado. Les ofreció un primer plato para que degustaran su jamón, supuestamente sin coste.

—Este es para que lo probéis. ¿A qué no tiene nada que envidiar a otros de su especie?

Era bueno, pero tampoco estaba para echar cohetes.

Más conversaciones distendidas, divertidas, con respeto. Coincidían en bastantes cosas, anécdotas y curiosidades que provocaban más de un asombro. —El mundo es un pañuelo—, dijo Lucas.

A su alrededor, la peña gritaba como si no hubiese un mañana. ¡Por dios, qué locura! —¿No podrían hablar en un tono más humano?, —intentó decirle a Marisa procurando no elevar la voz más allá de 620 decibelios—.

Una vez acabado de comerse la ensalada de cebolla, el bocadillo de bellota y el supuesto plato gratis de jamón de los cohetes, decidieron tocar el dos, a la de tres. A Lucas, los gritos le producen dolor de muelas.

—¿Te apetece subir a casa y nos tomamos un té con tranquilidad?
—Vale, —le respondió Marisa sin dudarlo ni un instante—.

Subieron a casa. La conversación por fin volvía a ser pausada, sin elevar el tono de voz.

Durante el encuentro, Lucas le habló de su libro [¡Ostras! Cómo me acuerdo de Paco Umbral el día que Mercedes Milà le iba a hacer una entrevista sobre su último libro y el tipo se cabreó como una mona, porque no hablaron del libro para nada]. Marisa le puntualizó que le compraría un ejemplar si se lo dedicaba.

Lucas, aprovechó para escribirle una dedicatoria con enjundia. De su cabeza florecían las palabras que suele utilizar cuando ha de escribir un texto extraordinario, como casi todos los que salen de su Pilot de la suerte.

Más conversaciones distendidas. Buen rollo. De vez en cuando, Marisa miraba de reojo la hora en el móvil.

Lucas, que no se pierde un solo detalle, se dio cuenta y valoró que podría tener prisa o se estaba aburriendo. Un abrazo de desconocidos y dos besitos de mejilla fueron el último contacto físico entre ellos. La acompañó al tren y se despidieron en el andén. Sería para siempre, -pensó Lucas convencido-.

Al día siguiente, cuando los pensamientos ya se habían aposentado en una pequeña zona del córtex que tiene reservada para madurar sus impulsos, Lucas le envió un mensaje por whats, despidiéndose muy educadamente.

Querida Marisa,

Ya sé que sesenta kilómetros no son demasiada distancia, pero hoy por hoy, y teniendo en cuenta mis horarios, creo que será complicado encontrarnos con una cierta continuidad. Eres muy intensa e interesante, pero no me veo yendo de aquí para allá.

Es muy probable que pierda una buena oportunidad, pero, sinceramente, es inoperativo.

Últimamente estoy bastante cansado y me duermo en cualquier lugar.

El encuentro ha sido muy curioso. Cinco minutos dan para cambiar el destino de dos personas que no se conocen de nada.

Si en vez de sesenta, fueran veinte, las circunstancias serían otras. Supongo que estarás de acuerdo con mi planteamiento, ¿no?

Con cariño, Lucas

Marisa coincidió con Lucas en que la distancia es un impedimento y asintió en que lo mejor es no invertir tiempo. Fue un placer por ambas partes haberse encontrado y como dice nuestro amigo Biel, «tal dia farà un any».

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