Hoy es viernes. Toca ir de compras.
Bajas al pueblo sobre las doce.
Has metido la cabeza en el súper y te has ido despavorido.
¡Joder, cuánta gente!
Ya irás mañana.
¡Claro!, mitad de julio y ya está todo el mundo por aquí.
Sufres por el aparcamiento. Cada año pasa lo mismo.
Al inicio de la calle te cruzas con Ingrid y su madre. El crío pequeño en el cochecito y el mayor va de autónomo.
Carnicería, Clarel, farmacia, banco. Tenías que entrar para verificar cuatro datos. Todo controlado.
¿Derecha o izquierda?
Te acuerdas que has de comprar pescado.
Te diriges a la pescadería. Charla amena con la propietaria; algunas risas.
Inviertes un buen rato.
Para desquitar el camino, repites la misma historia. Vuelves sobre tus pasos.
Saludas a un par de vecinos.
A escasos cien metros del primer avistamiento, te cruzas con Ingrid y su madre.
Miras la hora. Es la una de la tarde.
Haces un cálculo mental y deduces que para hacer casi cien metros han tardado una hora.
Sueltas una exclamación de sorpresa.
Subes pitando la cuesta porque llevas mantequilla, carne y pescado en la bolsa térmica, pero hace mucho más calor.
Ya en casa, lo guardas todo en la nevera y te mojas la cara con agua fresquita.
Escribes un par de historias y decides preparar la comida.