Capadocia… ¿qué pasó entre el séptimo y el décimo día?

Perdona, creo que te dejé a dos velas. Me llamaron por teléfono y se me olvidó por completo contarte las vivencias de Lucas entre el séptimo y el décimo día. Fue tan increíble que aún hoy, después de semanas de que se haya reincorporado a su ajetreada vida, sigo sin digerir bien todo lo que me contó.

—Si me prometes que lo viviste en tus propias carnes, tendré que creerte, —le dije con una cara de asombro que no recuerdo haber tenido en todos mis años de profesión.

Y así, sin más preámbulos, Lucas comenzó a explicarme esa experiencia casi mística que compartió con su anfitrión, su hija y sus dos lobos.

Jonas, a la cabeza de la expedición, Sarah con sus dos lobos cubriendo la retaguardia y yo, en medio, pensando como siempre en las musarañas, contemplando ese paisaje casi lunar, fantasmagórico si cabe, caminábamos a buen ritmo. Debíamos llegar lo antes posible a una gruta cercana -creo que Jonas me indicó que serían unos treinta kilómetros-. El terreno era bastante angosto. Los dos barrancos que nacían a cada margen del sendero eran dignos de respeto. Caerse no estaba contemplado en el guion. El sol pegaba de lo lindo y, si no estás acostumbrado a caminar sin sombra, se hace hasta peligroso para la salud.

Salimos de la casa-cueva a las cuatro de la madrugada. Por delante nos quedaban seis horas a paso ligero. Le pregunté a Jonas si con esas condiciones climáticas cabía la posibilidad de que fueran más horas. —Todo depende, como siempre, del entrenamiento que hayamos realizado, —me respondió mientras guardaba en las mochilas los víveres y el agua—.

A las once de la mañana, ni hecho aposta, llegábamos al pie de una escarpada cuesta. Arriba, se vislumbraba… diría que un monolito y por las dimensiones, bastante grande. Jonas y Sarah estaban frescos como si no hubieran caminado ni treinta minutos. ¿Qué se habrán tomado estos dos antes de salir de casa? —pensé para mí—. Numa, la loba, se mantenía en perfectas condiciones. Mil, en cambio, caminaba un poco más lento. Creo que íbamos al mismo ritmo.

Cuando llegamos a la cima, no me lo podía creer. Justo desde la posición del monolito, si mirabas hacia abajo, a la derecha del camino recorrido, se veía algo parecido a una pared, como un triángulo gigante, no sé. Cómo te lo explico, espera, un triángulo de cristal, en el que no se reflejaba nada, ni siquiera los rayos del sol. No lo acabé de entender. ¿Una construcción de cristal en medio de la nada? Le pregunté a Jonas de qué iba todo esto y su respuesta fue tan clara y concisa como el cristal que teníamos frente a nuestras narices.

—Jonas, ¿cuánto hace que está aquí? y ¿para qué sirve?
—No tengo ni la más remota idea, pero ¿a qué es impresionante?
—Impresionante no, lo siguiente. Y este monolito ¿qué pinta aquí?
—Los monolitos sirven para marcar la posición de alguna construcción, para señalar un lugar importante. Es como la chincheta de colores que clavas en un mapa. Te señala algo, ¿no?
—Pues, ¡qué chincheta más grande!
—Con tanto asombro, ¿a que no te has fijado en los escritos que hay grabados en el monolito?
—¡Hostia! La verdad es que no.

Lucas, con la boca seca como un estropajo, se fue un momento a la cocina. Se bebió de un tiro casi un litro de agua con limón que siempre tengo en la nevera.

Le pregunté qué había escrito en el monolito. Tragó saliva, se metió dos galletas en la boca, se bebió un vaso entero de agua con limón, se levantó y se volvió a sentar; todos estos pasos los hizo casi sin pensar, como si estuviera hipnotizado. Empezó a soltar nombres extraños o por lo menos, extraños para mí. Kröungm, Nyaunghē, Luca, génesis, Pléyades, Vía Láctea, Andromeda, Giza… ¿Giza? Repetí. —Desde las montañas de Aladaglar a Giza hay como mil ochocientos kilómetros, más o menos—. Para estar seguro, lo miré en Google Maps.

No supo responderme. —No sé por qué salían esos nombres, pero ahí estaban, escritos en un idioma, creo que ideográfico, según los conocimientos de Jonas, —me dijo Lucas con la mirada fijada en un punto del techo—.

Miré al techo y me di cuenta de que ya le toca una mano de pintura.

—¡Ostras! Las dos y media y no he hecho la comida.
—¿Lucas, quieres quedarte a comer y me sigues contando?

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