Al día siguiente, recogería el petate y subiría al avión que lo llevaría de vuelta a Barcelona. Fueron doce días intensos, cargados de aventuras, desventuras, gratificación por los esfuerzos, situaciones comprometidas, sensación de ahogo y momentos de sublimación. Eso me dijo Lucas el sábado pasado mientras nos comíamos una coca de sobrasada en la Betana.
¡Que no falte la cerveza!, masculló Lucas mientras sacaba de su bolsa de mano un trozo de metal.
—Y esto, ¿qué e lo que e? —le pregunté con cara de asombro y con mi manera especial de pronunciarlo—.
—Lo vas a flipar. —Me dijo Lucas mientras se metía en la boca un trozo de coca.
Con un acabado perfecto, de forma triangular y [aunque yo no entiendo nada de minerales] brillante como un faro led de coche, de esos que molestan tanto, Lucas me mostró ese objeto que encontró en una rendija el día que fueron a la cueva con Jonas. No se pudo resistir y se lo guardó en el bolsillo.
—¿Y no te dijeron nada en el aeropuerto? ¿No detectaron ese objeto tan particular? —le pregunté con cara de panoli.
—Te lo juro por Snoopy. No se dieron ni cuenta. Yo estaba más nervioso que un filete de real pensando que sustraía del país una joya robada en el museo arqueológico de Estambul y cuando crucé el arco de seguridad, no saltó ninguna alarma. El metal no estaba; había desaparecido. Me pareció muy extraño. Juraría que lo había guardado en el bolsillo interior del plumón. Pensé que si no estaba, no debía ser para mí.
—¿Y cómo es que lo tienes aquí? No entiendo nada. Explícame cómo volvió a aparecer en tu bolsa. —Era como en las películas de fantasmas; ahora está, ahora desaparece. [Me recordó un poco al anillo de Frodo, pero aquí el único que desapareció fue el objeto y no Lucas—].
Jonas tenía uno igual en su casa. Mientras permanecimos en la cueva, me explicó todas las cosas que le ocurrieron desde que lo encontró en 1970. Por aquel entonces, Jonas era, aparte de un recien licenciado con un futuro prometedor, una especie de Indiana Jones. Disfrutaba como un enano cuando se iba con Andrea de viaje-aventura a los lugares más recónditos del planeta. Tenían los medios y no escatimaba en gastos, aunque tampoco tiraban la casa por la ventana. Era y es un tipo con los pies en el suelo.
La muerte de su esposa lo frenó en seco. Lo desestabilizó de tal manera que no quería saber nada del mundo. Dejó de viajar y desapareció del mapa.
En una de las aventuras que vivió con su querida Andrea, deambularon durante quince días por el desierto de Goreme, en Turquía. Recorrieron las rutas que los antiguos mercaderes habían pateado siglos atrás siguiendo la ruta de la seda, desde Asia hasta Europa. Un día, se levantó una enorme tormenta de arena y tuvieron que parapetarse en una cueva. ¿Una cualquiera? Pues no. Se refugiaron durante dos días en la misma cueva que me llevó él y su hija Sarah.
Fue allí donde encontró Jonas el objeto triangular de metal. El mismo que te estoy mostrando aquí, bajo la mesa, para que toda esta gente que está tranquila, tomando un refrigerio, no se asuste. Yo no lo hice cuando me lo encontré en la rendija y tú no deberías hacerlo tampoco. No sé. Genera una sensación de paz interior increíble. No te lo puedo explicar con palabras. Un día te la prestaré y verás o sentirás lo que estoy diciendo.
—Entonces ¿este objeto es el de Jonas?
—No. Jonas tiene el suyo. No te lo puedo explicar porque no sé cómo hacerlo, pero parece ser que se duplica cuando menos te lo esperas. Es como un clon, exactamente con los mismos poderes, por llamarlo de alguna forma. Es como si supiera que lo necesitas y entonces lo encuentras o, mejor dicho, te encuentra. Otro día te explicaré más cosas.
—Por favor, Pau, ¿podrías traer dos cervezas más?