Alzar la mirada

Tendemos a mirar al frente o hacia abajo. Alzar la mirada lo dejamos para ocasiones muy puntuales. Casi nunca miramos al cielo. Quizás dependa de la orografía, las prisas o simplemente porque no prestamos atención a nuestro alrededor. Vamos como los burros, con la vista enfocada en un punto justo delante de nuestras narices.

Si te detienes a contemplar el paisaje te tachan de holgazán. «Mira ese tipo. Parece embobado. No tendrá nada más que hacer». Es una frase en la que más de uno o una se habrá visto reflejado, saliendo de su boca o por haberla escuchado en sus orejas.

Nos cuesta cambiar los hábitos. Solo miramos lo que queremos ver. Parece un trabalenguas. Mirar, ver, observar, contemplar. No tienen los mismos significados.

Llegamos de madrugada a casa. El sensor de la puerta detecta a un humano y se enciende la bombilla. Entras sigilosamente para hacer el menor ruido posible. Son las 3 a.m. Oprimes el botón que alumbra la escalera. Subes hasta tu piso. Para no tropezar, vas mirando dónde pones los pies. A esas horas abundan las torpezas.

Los que manejamos un vehículo tenemos una ventaja. Miramos lejos. Anticipamos. A izquierda y derecha. Lo llaman visión periférica. Lo hacemos por si las moscas y, aun así, algún que otro susto nos pondrá en jaque.

Anticipar, qué verbo más interesante. ¿Podríamos anticipar con la mente una hostia de nuestras madres, esa que no ves venir? ¿Podrías anticiparte al mal trago que supone no caerle en gracia a alguien y con una simple mirada «interior» saber que es mejor no entablar una conversación?

Volvamos a la escalera.

No acostumbras a mirar al techo del rellano. ¿Para qué voy a entretenerme? Es tarde; hora de acostarse. Sacas las llaves del bolsillo de tu chaqueta y por un instante, miras hacia arriba. No tienes ni la menor idea de por qué lo has hecho. No estás acostumbrado. Ha valido la pena.

Dos pajaritos, que tal vez hayan huido de la lluvia, se han refugiado en la parte alta del aplique que ilumina el rellano. Están inmóviles. Los observas con detenimiento. Les miras los ojos y ves que los tienen cerrados. Te preguntas si estarán dormidos. En alguna revista leíste que duermen de pie, como hacen otros animales.

Sonríes. Por tu mente pasa un pensamiento fugaz. «Suerte que mis gatos no saben de su existencia».

Recuerdas que, al iniciar el segundo tramo de escalera, la ventana estaba cerrada. Tu preocupación por los animales está siempre presente. ¿Habrán salido esta mañana del edificio para reunirse con los otros pájaros?

Esta mañana tenías una reunión. En cuanto has abierto la puerta de tu casa, antes de poner los pies en el felpudo, has mirado al techo. En el aplique no había rastro de los pájaros y la ventana estaba abierta. «Ufff, menos mal. Otro humano como yo ha pensado lo mismo y ha abierto la ventana. Otro humano al que también le gusta alzar la mirada».

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