Hacía un mes que se había programado una salida para el día 24 de septiembre. Serían ocho o diez personas los asistentes que acudirían al evento. Lucas tenía la posibilidad de ir acompañado, pero el destino no lo quiso así. Como siempre, dudaría hasta el último momento si se iba a presentar al punto de encuentro que rezaba en el prospecto de viaje. Dependía del clima. Si llovía no iría.
Es bastante caguetas cuando la carretera está mojada. Hace años que lidia con esa batalla. Todos sus colegas le han dicho, por activa y por pasiva, que es simplemente una creencia limitante que Lucas se repite constantemente en su mente. No hay problema con que el suelo esté mojado, le recuerdan. Pero él, a la que ve que está mojado el asfalto, se tensa como un palo de hierro y no hay manera de que fluya. Sabe, perfectamente, que solo es cuestión de creerse las palabras que sus amigos le dicen constantemente.
Parece que es superior a sus fuerzas y a la que el suelo no está seco, se giña (del verbo giñar). No es un verbo muy atractivo, pero es el más gráfico que conoce para estos casos.
Ayer, 24 de septiembre, habían quedado a las diez de la mañana en un bar de carretera que está en Santa Coloma de Farners. Como que viven en diferentes poblaciones, se irían reagrupando para desayunar juntos. Lucas y su cuñado debían encontrarse a las 9:00 h, en una gasolinera, con dos componentes más. No se presentó. Los demás ya lo habían intuido el día anterior. —Ya verás cómo no acude. —Comentó uno de ellos. Y así fue.
Lucas, con su característico remordimiento de conciencia, puso una excusa de lo más surrealista que, obviamente, los demás se la pasaron por el forro de los coj… Peor para él. Podría haber pensado más de uno.
A media mañana, le invitaron a desayunar y sin pensárselo ni un segundo, acudió a la cita. Era más placentera. No tenía que tensarse como un palo de hierro porque iría a pie. Su remordimiento seguía latente y decidió, de repente, que acudiría a la cita. Se apresuró todo lo que pudo, se equipó y sin más dilación se puso en marcha en dirección a la población donde empezaba la segunda fase de la salida.
El grupo, aunque habían preparado la ruta con bastante precisión, la cambiaron porque se les hacía tarde. Habían pedido mesa a las 15:00 horas en un restaurante y si hacían la ruta entera no hubiesen llegado ni a las cinco de la tarde. Lucas no podía saber que sus colegas se saltaron el recorrido y aunque esperó un buen rato en el cruce por el que, en teoría, deberían pasar, hizo pana. Contactó con la responsable de la reserva y esta le comunicó que podían encontrarse en el restaurante a una hora concreta. Así que Lucas emprendió el viaje hacia el nuevo punto de encuentro.
—Voy a acudir, sí o sí.
—Cuando atravieses Amer, casi al final del pueblo, te encontrarás una gasolinera a la izquierda y un desvío a la derecha. Tómalo y sin dejar la carretera, dirígete hasta Sant Martí de Llémena. Le comentó la muchacha.
Ya era demasiado tarde cuando Lucas quiso dar marcha atrás. Pensó que debía seguir adelante. ¿Por qué digo que era demasiado tarde? Fácil de averiguar. La carretera estaba mojada, pero Lucas, en un ademán de enfrentarse con su giñe, siguió adelante. Despacito. Sin poder dar la vuelta, se enfrentó a su monstruo interior, el que le recuerda constantemente lo del «mojado». Siguió y siguió hasta que, finalmente, se pasó de largo el restaurante; no se sabe si fue por los nervios o simplemente porque no vio el cartel que anunciaba el restaurante. Realizó una vuelta en medio de la carretera estrecha y volvió para atrás. Cinco minutos más tarde, había aparcado.
—¿Qué cerveza de tirador tenéis? —Le preguntó a la muchacha de bar.
—Estrella Galicia. —Le respondió.
—Perfecto. —Dijo Lucas.
Al rato, aparecía la responsable de la reserva, quiero decir, a la pareja de uno de sus colegas y se pusieron a charlar en la mesa de afuera. Más tarde, empezaron a aparecer los motoristas. Estos, se sorprendieron al ver a Lucas, ya que estaban convencidos de que no se presentaría. Abrazos, besos, apretujones. Comida, bebida, risas, charlas. En definitiva, reunión de amigos.
En un momento dado, uno de los que estaban sentados mirando hacia la ventana dijo: —Está cayendo la del pulpo. Lucas, haciendo ver que no lo escuchó, siguió con lo que estaba haciendo. Intentando no preocuparse por el «después», se hizo el loco. En su interior, se repetía las palabras «Todo está en tu mente. No te preocupes». Tampoco podía hacer nada. Así que se lo tomó con calma.
Por suerte, a la hora de regresar a casa, hacía rato que había dejado de llover. Eso sí, el suelo estaba a trozos secos y mojado. Es lo que había. Se vuelve y se vuelve. Pensó Lucas.
El hecho de acudir a la cita, le resultó muy útil porque, aunque fue a pequeña escala, se enfrentó a su giñe, pero también fue importante para su cuñado. Había tenido un problema con su moto y tuvo que pedir ayuda al RACC. Permanecieron juntos todo el rato, en un pueblo, a la espera de que llegara la grúa que transportaría su apreciada moto hasta el lugar donde descansan las cabalgaduras. La grúa se hizo esperar. Antes, a la escena del crimen, apareció un coche-taller que, mientras aparcaba, se percató de las caras de Lucas y David. El mecánico del RACC sin preguntar nada, supo perfectamente que en la central habían metido la pata hasta el fondo.
Necesitaban una grúa, no un coche-taller. El diagnóstico era más grave de lo que pudiese pensar un #jefeesade, sentado en su butaca y haciendo cábalas de #jefeesade, de esos que no tienen ni idea de por dónde van los tiros cuando se trata de enviar un servicio. Así que Lucas y su cuñado esperaron y esperaron y esperaron hasta que, por fin, apareció la grúa.
Empezaba a chispear. Lucas, preocupado de antemano, sabía que tenía un papel importante que realizar. Era una noche cerrada. Chispeaba un poco y tenía el deber de regresar a casa con su cuñado como copiloto. El viaje de vuelta fue mejor de lo esperado. Todo fue rodado. Nunca mejor dicho. Se sentía orgulloso por haber acudido a la cita; por haber circulado sobre mojado; por haber hecho compañía a David mientras acudía al rescate la grúa del RACC y sobre todo, por haber vuelto a casa sin ponerse tenso como un palo de hierro con un copiloto muchísimo más experto que él.