30×40

Este escrito lo hice cuando se fijó el toque de queda. La última semana de marzo de 2020.

Una noche de trabajo. Un nuevo servicio. Tres personas. Un camión. Conductor y dos ayudantes, colgados atrás. Son las 22 h. Empieza el turno.

Jornada de siete horas. Pocas, comparada con otras profesiones. Recogemos la mierda que dejan fuera de los contenedores.

Un conductor. Cómodo (depende). En la cabina. Mascarilla, guantes. Gira a la izquierda, a la derecha, recto. El otro compañero, veterano, colgado atrás, lo va guiando por las callejuelas, prácticamente vacías, de la población.

De vez en cuando, alguien que se salta el confinamiento. Cuatro en patinete eléctrico. Dos paseando. Algún coche de la patrulla. Alguien que pasea a su perro…

Mi sitio también detrás, sobre una plataforma de 30×40. De pie. Quieto. Con mascarilla, casco y guantes de protección.

Veo poco. Vaho en las gafas. Las líneas discontinuas del asfalto. A veces asomo la cabeza fuera de la protección del camión.

Observo. Viento en la cara. No puedo respirar. La mascarilla me lo impide. No me puedo quejar. Pienso en toda la gente que lleva la mascarilla horas y horas. Aturdidas…

Estamos tranquilos. La covid no nos persigue. Estamos al aire libre. El viento nos da en la cara. Subimos y bajamos de la plataforma de 30×40. Es nuestro pequeño territorio. Allí, arriba.

Todo son prisas, tensión. Van pasando las horas y el turno se acaba. Son las cinco de la mañana. Nos hemos cambiado de ropa. Las manos bien lavadas. Fichamos. Se acaba la jornada. Mañana más. Lo mismo, seguramente.

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