El entreno, casi a diario, está dando sus frutos. Aun así, la mente sigue haciendo malas pasadas. Ves aquella cuesta y te dices: —va, un esfuerzo más y llegas. Pero no llegas. Tu mente te ordena que te pares en medio de la subida. Y te paras. Respiras profundamente seis, siete… diez veces. Te calmas.
Preparas los pedales para intentarlo de nuevo. Retomas justo desde el mismo lugar en el que has parado hace unos minutos; te pones en marcha. Otra frase se escucha en tu interior: —venga, que ahora no hay excusas. Llégate hasta allí. Y llegas. Lo has conseguido.
Te bajas de la bici para estirar las piernas, los cuádriceps o cualquier músculo que te venga a la cabeza. Caminas sin rumbo por una superficie de cinco metros cuadrados. Respiras. Contemplas el paisaje. Haces una foto con el móvil para recordar que el jueves estuviste allí.
Dos días antes de haber conseguido llegar hasta el cartel, tu respiración y tus piernas eran más o menos las mismas. ¿Acaso era una cuestión de decisión? Es bastante posible. El problema siempre es el mismo. Tu mente te enreda y te cuenta que no podrás seguir si no paras un instante para recomponerte. Y te paras.
Es hora de volver. Por tu mente, ahora, pasa otro pensamiento: —con lo que llega a costar la subida y lo fácil que es deslizarte pabajo. Acortas el pabajo porque lo entiendes. En na y meno has llegado al cambio de rasante por donde pasa un pequeño riachuelo. Ese que pasas despacito para no mojarte más de la cuenta. Sigues bajando.
Tu bici hace un ruido parecido al de una dinamo contra la rueda. Observas que es la cubierta que roza con un tubo. Es un ruido molesto. Otro pensamiento: —un día de estos la llevaré a ajustar.
Como en cada salida, te diriges a la playa. Te lo puedes permitir. Vives en un pueblo de costa, entre la sierra del Montnegre y el mar. El agua ya empieza a estar fría. Permaneces, en remojo, como máximo cinco minutos. Los suficientes para que se te encoja todo lo que es capaz de encogerse.
Suena la campana de la iglesia. Es la hora de comer. No tienes ganas de llegar a casa y hacerte cualquier cosa. Recuerdas que tu madre te preguntaba: —¿qué quieres comer? Si tu respuesta era: cualquier cosa, la suya era siempre la misma: —mira que listo, huevos con longaniza…
Llamas a tu bistró favorito. —Hola, ¿tenéis mesa para un ser humano? —Sí. ¿Para cuándo? —En diez minutos estoy allí. Estoy en la playa. En cuanto me seque voy para allá.
El menú es reducido, pero muy bueno. Te lo recomiendo (envíame un privado y te envío ubicación). Comida para vegetarianos y para #melocomotodo. Elijo el segundo. Butifarra con bolets y arroz aromatizado con no sé cuántas historias. Cerveza y de postre, helado de café casero. Ummmm, qué ico.
Diecisiete kilómetros de esfuerzos, 17 y te metes, entre pecho y espalda, la cantidad reglamentaria para no vomitar a la vuelta que, por cierto, consta de una subida constante, una bajadilla y otra vez cuesta. Esta vez, la mente, no me ha dicho nada. ¿Estará haciendo la digestión?