La primera moto que tuve a mi nombre la compré en 1980. Sí. Acabo de descubriros que ya tengo una edad. ¡Y qué! Todos nacemos en algún momento de la vida y a medida que pasan los años, vamos acumulando experiencias, kilómetros, motos, en algunos casos, incluso arrugas.
¡Ah! Me olvidaba. También acumulamos estupideces.
Este relato no va a ser un «Diario de motocicleta», en el que voy a contarlo todo con pelos y señales (pero no de tráfico). Va a ser más bien un paseo ligero por mis neuronas que, con mayor frecuencia, están más escondidas entre papeles, ideas y apuntes.
Aquí va mi pequeña colección. Llevo días pensando en el orden de aparición y hoy, repasando, me he dado cuenta de que faltaba algún pequeño detalle.
De la primera a la última: Streaker 125, Morini 350, Yamaha XJ600, Honda VFR 750, Honda Transalp 600, Honda Seven Fifty 750, BMW K100 RS, BMW R100 GS, «Yamaha Yog 90», Yamaha Fazer 600, BMW R 850, Suzuki Vstrom 650, BMW RS 1150, BMW R 1200 R, BMW F800R, Honda VFR 750, Suzuki Vstrom 650.
1976-1982
Mi primer contacto con el mundo de las dos ruedas fue con la Bultaco Sherpa 250 de mi cuñado. Me llevó por unas pistas que había entre Sitges y Sant Pere de Ribes. No tengo ni idea de por qué allí. Lo que sí recuerdo perfectamente es como la moto y el melón que la llevaba, es decir yo, nos fuimos cuesta abajo por un torrente seco.
La foto de la izquierda está tomada en el inicio de la pista entre Sitges y Sant Pere de Ribes. La foto de la derecha está hecha en un circuito de Motocros que había cerca de Moyá. Aparte de caerme de espaldas por una cuesta que costaba subir, allí también me estrené con la cerveza. Fue la primera que me bebí en la vida. Cerveza con limón, para ser más exactos.
En el primer caso, mi equipación era un simple mono de mecánico, bambas y unos guantes de jardinería. En el segundo, tejanos, safaris. Los calcetines por encima de los pantalones. El mismo modelito que usaba cuando andaba en bicicleta.
Hoy en día, si no salgo de casa vestido de robocop, no me subo a la moto. ¡Cómo cambia el cuento!
Mi cuñado, que tenía una paciencia infinita, bajó a rescatarme. Suerte que a la moto no le pasó nada. Me hubiera sabido muy mal escalabrarle la que, en la actualidad, ya es una pieza de museo.

La primera que tuve fue una Bultaco Streaker 125, blanca. ¡Qué tiempos aquellos en los que existían motos españolas! Para ser más exactos, catalanas.
El primer día que sacaba la moto de la tienda (Taulé, en la Diagonal), recuerdo que mi padre me había dicho, tres horas antes: —no vayas por la Diagonal ni por Aragón. ¿Sabéis que hice nada más salir de la tienda? Pues eso. Me fui por la Diagonal a buscar Aragón y desde allí hasta casa. Tardé una eternidad porque la moto se me caló unas trescientas veces.

La Streaker la tuve durante tres años. En aquella época, los que como yo, tenían un presupuesto para no tirar cohetes, sólo podíamos aspirar a las marcas nacionales como Montesa y su emblemática Cota, la Enduro o la mítica Impala, o la Bultaco, con la Streaker, la Lobito o la Metralla, Derbi, Puch, Rieju y la loca de la Ossa Yankee 500 o la Copa.
Mientras estuvo conmigo, siempre durmió en garaje. Cuando la vendí, fue a parar al amigo de un colega. Nunca sabré si fue dejadez, despiste o mala suerte. Un mes después de tenerla este chico, aparcada en la calle, se la robaron y nunca más se supo.
Voleurs o como se dice vulgarmente, chorizos, ha habido siempre. La tenía aparcada delante de su casa. Al día siguiente bajó a buscarla y no dejaron ni el candado.
Con la Streaker, dos semanas antes de la Mili, me largué con un amigo a Andorra, a pasar el finde. Dos seres humanos encima de una 125 que corría que se las pelaba.
En la mili, me habían destinado a la Zona Franca de Barcelona (enchufe), a una oficina técnica que había en la fábrica de Enasa. Allí montaban dos motores. El del AMX30 y el del BMR vehículo anfibio. Pero de eso hace mucho y no lo recuerdo con claridad.
Cada día, hiciera sol, viento, lluvia o granizase, me iba con mi super Streaker a la Zona Franca.
Recuerdo que me gustaba mucho una chica, vecina del barrio. Un sábado de febrero de 1980, fuimos de excursión a Tossa de Mar, por la carretera antigua de Lloret-Tossa.
Por lo que parece, había helado la noche anterior y en una curva a izquierdas que estaba a la sombra, tal como entramos, la rueda de delante se desplazó lo suficiente como para irnos al suelo en un santiamén. Por suerte no pasó nada y además había muy poco tránsito. Una vez recuperados del susto, seguimos viaje hacia Tossa de Mar.
Nunca más volvió a subir conmigo en la moto y tampoco volvimos a quedar. Ella se lo perdió.
Los más pudientes, ricos o pijos de la época, tenían marcas más «caras». Recuerdo un grupo de la escuela que tenían la Laverda 500.
El que ahora es mi cuñado y que antes (hace mil años) era parte del grupo de esquí, se estrenó, cuando era joven, con la emblemática Laverda 1000, para hombres.
Un compañero de clase, que vivía en la Bonanova, tenía una Morini 500 Sport, de color rojo. Creo que se la personalizó un poco. Es lo que ahora llamaríamos «tunear».
También era la época de la Ducati 350 Forza, la Guzzi Lemans 850, la Sanglas 400, la famosa Benelli Sei, de 650 cc. o la Norton Comando 800 y como no, la inmortal BMW.
El padre de otro amigo mío de clase tenía la BMW 75/5, que más tarde usaron los dos hermanos.
Ahora que estoy aquí, relajado, haciendo un ejercicio de memoria, me da la sensación de que esos recuerdos pertenecen a otra persona y a otro mundo y sin embargo, son míos.
Mi amigo del alma, con el que tenemos un vínculo de amor desde 1976, es mucho más conservador y por su garaje han pasado menos motos que por el mío. Las enumero aquí antes de que se me olviden.
De la primera a la última: Montesa Cota 74, Ducati Forza 350, Yamaha 250, dos Yamaha XJ 650, BMW K75, dos Suzuki GSX 750, Yamaha 900 XJ y la Yamaha FJR 1300, que la compró en 2008 y hasta ahora.
Yo no he sido tan paciente como él, y mucho menos que mi cuñado, al que le recuerdo tres motos aquí y una al otro lado del charco, que me chivó el otro día. La Laverda 1000, con embrague por cable para hombres, la Fazer 600 y la BMW 1200 GS. Y en su época americana, tuvo una Yamaha 1100 Special, pero entonces no lo conocía.
1982-1986
Un año después de volver de la mili, el hermano de un buen amigo mío, se vendía su Morini 350. La tenía en el garaje de su casa, tapada con una manta, porque llevaba mucho tiempo parada. Había tenido una criatura y la moto pasó a segundo plano.
Recuerdo que me costó cien mil pesetas. Parece mucho y sin embargo sólo son seiscientos euros. Aún así, en el 82 era una pasta.

Desde que me alcanza la memoria, que no es mucho, siempre he tenido problemas con la luz en las motos. A la pobre Morini, le hice algunos inventos de lo más estúpido. El que se llevó el primer premio fue cuando instalé dos faros de la Ossa Copa. Se movían tanto que en vez de alumbrar la carretera, iluminaba las copas de los árboles. En esa foto aún tenía instalado el faro original.
El faro original de la Morini, redondo, estaba bastante deteriorado. Por eso me dio por hacer de doctor Frankenstein ya que en aquella época no existían los faros de largo alcance ni las cuneteras.
Con esta moto hice mis primeros kilómetros por pistas. Más de veinte. El estreno se hizo rodeando el embalse de Yesa, entre Huesca y Navarra. Ahora, como no me droguéis, no se me ocurre meterme en tierra y eso que llevo una Vstrom 650. Cuantos más años a cuestas, más me cuesta y menos me acuesto (frase de les Luthiers).
1986-1991
En el concesionario Carlos Mas de motos Yamaha, situado en Esplugas de Llobregat, compré mi tercera moto. La Yamaha XJ 600, negra y amarilla, como un taxi. Muchos kilómetros. Viajes en compañía y en solitario.

Con mi amigo del alma habíamos planeado para un verano, hacer una mega ruta: Barcelona – Cornisa cantábrica – Barcelona. Diez días de ruta que se convirtieron en ocho porque al final fui solo.
Más de tres mil kilómetros con calor, frío, tormenta de verano, esa que te entra el agua hasta las bragas y finalmente, en el desfiladero de la Hermida, de Santander a Potes, granizo como bombas.
Ahora, en el presente, si hemos de quedar y hay cuatro nubes con mala pinta, va a ser que ni salimos.
Alguna que otra ruta surrealista como ir a comer un plato combinado a Zaragoza, desde Segur de Calafell. Ir y volver en el día.
En aquella época, cualquier excusa era buena para salir en moto. En seguida nos poníamos en marcha.
Otra ruta surrealista fue ir un finde a Peñíscola. A medida que se iba haciendo de noche, cada vez veía menos. Ya he comentado que mi problema siempre había sido la luz. Pero esta vez, la culpa era de los tres millones de mosquitos que se estampaban contra el faro. Teníamos que parar cada ciertos kilómetros a limpiar los faros.
1991-1992
Mi primera Honda VFR 750 F. Cien caballos de potencia y doscientos kilos de peso. Un tiro. La primera salida fue de Barcelona a Castelldefels, a probarla. De noche. Dos faros y una luz impresionante. Demasiada potencia en mi reciente vida de motorista. Un millón ochocientas mil pesetas (10.818,22 €). Era funcionario. Me lo podía permitir.

En uno de los viajes de verano que quise hacer con mi pareja, con salida desde Barcelona y llegada, en teoría, a la selva de Oza y parque nacional de Ordesa, se convirtió en una llegada bastante incómoda hasta Igualada. No cabíamos en el asiento. Demasiados bultos me impedían ir relajado en el asiento. Llevaba más de una semana diciéndole que cuando se viaja en moto, se ha de llevar poco equipaje.
Mi pareja de entonces era de las que, para un fin de semana, se podía llevar media casa, por si acaso.
En 2018 hice un viaje a Italia, a la Toscana. Seis días de ruta y sólo llevaba lo que cabe en el cofre de atrás. No hace falta llevar tantos trastos.
Aunque la VFR era una moto preciosa y además Honda, es decir, que funcionaba como un reloj suizo, estaba más pendiente de que no se rayara que de disfrutar de la moto. Estaba tan obsesionado que un año y medio después decidí hacer un cambio porque era un «sin vivir».
En la primavera de 1993 cambié de moto pero no de marca.
1993-1996
En una tienda pequeñita que había en la calle Padilla de Barcelona, entre Valencia y Mallorca, se quedaron mi flamante VFR 750 F. Salí de la tienda con otra moto y un talón por la diferencia. Le tocaba el turno a la Transalp 600. Otro reloj suizo pero con menos mala leche. Más cercana a mis necesidades.

Noble, tranquila, cómoda. Moto para todo. Fácil, resistente. En definitiva, la moto ideal. Muchos kilómetros a cuestas. Mucha ruta de recorridos cortos, pero muy divertidos.
Creo recordar que con esta moto también me inicié en tierra. No mucha, pero la suficiente como para caer de morros en una curva a derechas, con bastante cuesta y con unos reguerones que, en cuanto se metió la rueda dentro, fui de morros por los suelos.
No he sido muy avispado en estas batallas. En cambio, en mi otro deporte favorito, el esquí, tengo mucha más seguridad.
Dicen que es cuestión de tiempo. A estas alturas de la vida, no sabría qué decir.
Sólo seis meses
En 1996 y para no perder la costumbre con los cambios habituales en lo que se refiere a motos, hice otra estupidez. Otra vez cambio de moto pero no marca. Se repitió el patrón. La Transalp por la CB Seven Fifty 750. Quería más chica. La verdad es que no sé para qué, pero me apetecía sentir los caballos cuando se abre el mango.
De esta, no he encontrado ni una foto en mi álbum particular de coleccionista de motos.

Dos problemas importantes. Un peso relativamente bajo para una super frenada. Mi amigo del alma y yo, sufrimos la misma rotura de hueso de la mano: el escafoides. Nos cayó la moto encima en una frenada tonta. Se nos fue la rueda de delante, nada brusco, por lo que recuerdo.
Suelo totalmente seco. Cero suciedad. Nada de gravilla ni tierra. Simplemente frenamos y cada uno, en diferentes meses, al suelo.
Esta moto tenía tendencia a dar algún que otro susto. Así que en la navidad de 1996 llevaba la mano enyesada. La moto en el taller y yo en metro al curro.
No me pareció una buena idea seguir con este susto de moto y decidimos (ambos amigos) hacer un pensamiento.
BMW K100RS o un armario ropero con las puertas abiertas
Nos podemos situar a finales del 96, creo. Moto de 1990 con 2.000 km, adquirida en la tienda de Quality Bike, de la calle Provenza, por debajo de la Diagonal.
Mi cliente y proveedor me había aconsejado esta moto porque era de un amigo suyo que la usaba «na y meno», por lo que la calidad y condiciones de la moto estaban aseguradas.
Gran moto. Sí, sí. Gran de grande. Motor K, prácticamente indestructible. Casi nueva. El anterior dueño era un señor bastante mayor que sacaba la moto a pasear un día a la semana.

Recuerdo un fin de semana que habíamos subido con mi pareja, la de los porsis, a un camping que estaba cerca de la Pobla de Lillet. El domingo, salimos bastante tarde del camping porque no paraba de llover. Una vez equipados con los trajes de agua y todo recogido en las maletas, decidimos salir porque no se preveía mejor tiempo.
Lo único que nos mojamos fueron las puntas de las botas y, como detalle a tener en cuenta, esto pasó cuando llegamos a Barcelona. Por tanto semáforo.
Lo que es en ruta, nada de agua en los trajes.
A veces, tener una moto que parece un armario ropero con las puertas abiertas, sirve para no mojarse absolutamente nada.
Muchas veces echo en falta el cardan. ¡Qué tiempos aquellos en los que uno no tenía que preocuparse por engrasar la cadena!
La tecnología de los años 90 no acababa de estar bien resuelta. Estaba dando clases de autoedición en Cornellà de Llobregat, en una escuela subvencionada. Había ido, como todas las tardes, con mi armario. Estacioné la moto en el mismo parking de siempre. Delante de la entrada principal del parque Can Mercader.
Puse la pata de cabra. Paré la moto. Quité la llave del contacto y misteriosamente, la moto seguía en marcha. Pero, si tenía la llave en el bolsillo, ¿cómo es que la moto seguía operativa?
No sé cómo me lo monté, pero conseguí, haciendo combinaciones de botones, como ahora cuando se nos queda el móvil pillado. Con una mano en el intermitente de la izquierda y la otra mano en el botón de parada de seguridad. Nada.
Botón del encendido y warnings. Otra vez nada.
Dejé la llave puesta en el contacto y una mano en el botón de parada de emergencia y el otro en el warning y… sorpresa: se paró la moto.
Confié en que no se pusiera en marcha hasta que acabara mi turno de la tarde.
Cuando salí de la escuela, me dirigí hacia la moto. No sé si me vio llegar a través de los retrovisores que, en cuanto me planté a su derecha y saqué el candado, patapum… Nada de nada. Esta vez, no arrancaba.
Tuve que llamar a mi amigo del alma que, por aquella época, teníamos algunos problemillas, pero el muchacho vino. Miramos qué puñetas le había pasado a la moto y sin saber cómo, esta vez, se puso en marcha.
Le di las gracias y nos despedimos.
Recuerdo que, como siempre, en un momento dado de la vida de la K100, se cruzó en la mía, una GS100R, boxer del 89 que siempre me había encantado.
Como ya he mencionado al inicio de este relato que soy un especialista en hacer estupideces, en vez de valorar bien el cambio, ya que la K100 estaba casi perfecta (ya había arreglado el problema del arranque), se me metió en la boina la GS100 y decidí perpetrar mi siguiente cambio.
Localicé a un comprador para la K, un tipo muy simpático que trabajaba en Hugo Boss de la Diagonal de Barcelona y un vendedor para la GS, en Style Moto, también de Barcelona.
Así que en el año 2000 cambiaba de modelo pero no de marca.
GS100 R
No la tuve mucho porque tenía más problemas eléctricos que los que tenemos ahora con tanta subida. Se ve que era una moto maltratada, castigada, que había dormido más en la calle que Pedro Picapiedra. Aún así, era una moto que de motor estaba magnífica.

Más de 3.000 km recorrimos en verano del 2001. Barcelona – Burgos – San Pedro del Monte – Ponferrada – Los Ancares – A Guardia – Finisterre – Posada de Valdeón – Ruta del Cares – Burgos – Pals.
El 11 S, estábamos descansando a pierna suelta en la playa nudista de Pals (habíamos desayunado en Santo Domingo de la Calzada), cuando pasaron dos sucesos importantes. El primero de ellos fue que, mientras estaba entrando en el agua (en la costa brava el agua siempre está más fría que en otros sitios, al menos, para mí), me encontré con la secretaria de un despacho de Barcelona que se estaba bañando.
Evidentemente, nos saludamos. La primera vez que la vi, estaba vestida de secretaria (no sé cómo se visten las secretarias, pero al menos estaba vestida) detrás del mostrador, de una empresa de desarrolladores de CD porno.
La segunda vez que la vi, los dos (y en este caso los tres, porque también estaba mi entonces pareja), estábamos bastante ligeros de ropa. La única prenda que llevábamos eran las gafas de sol.
El segundo suceso no lo acababa de ver claro. Una señora que tenía delante mío, también estirada en la arena, con su sombrilla y su sillita plegable, estaba leyendo el Periódico.
Sin gafas no veo muy bien de cerca, pero me pareció leer perfectamente: Estados Unidos le declara la guerra a Irak.
Al mediodía, de vuelta para el camping, mi pareja, yo y creo que medio camping, nos arremolinamos alrededor del televisor que estaba encendido en la recepción del Inter Pals, con la boca abierta, mirando las noticias y con cara de incrédulos, empezamos a generar conversaciones con los que teníamos más cerca.
Esas torres que estábamos hartos de ver en la mayoría de películas americanas, habían sido derribadas por dos aviones.
Nunca sabremos la verdad, pero, ¿acaso importa? ¡Cuántas cosas del mundo han pasado y pasarán y nunca, nunca, sabremos qué o por qué pasaron!
Dos o tres años me duró la GS. Su anterior dueño no la debió de cuidar demasiado porque todo el sistema eléctrico estaba hecho puré. Hice números y no valía la pena invertir mucho más en ella. O al menos, eso creía.
Ahora, las GS100 R tienen un precio de venta que está cercano al Bitcoin. A la gente se les ha ido la pinza.
Continuará…